martes, 11 de marzo de 2008

CUENTO

EL DOBLE ENCARGO

FERNANDO UREÑA RIB


No se había visto en Madrid una mujer más hermosa ni de mayor elegancia desde los tiempos de Carlos IV y María Luisa de Parma, que es mucho decir. Bueno, quizás exagere. Soy obsesivo ¿Sabe Usted? Es que cuando uno se enamora, todo lo demás viene a menos. No sólo era esta una mujer bella de pies a cabeza, Inés era dulce, inteligente, apetitosa. Bastaba que sonriese o abriese la boca para que uno se sintiera invadido por esas sutiles iridiscencias de su gracia. Yo la conocí en Argüelles, tomando el metro. Me acerqué arrobado por la belleza de aquellos ojos así de grandes, a lo Murillo cuando pintaba La Dolorosa y le pedí encarecidamente el número de su teléfono, con el argumento de que soy pintor de cámara y de que su imagen era la inspiración que aguardaba impaciente para completar un cuadro que cierto dignatario me había encargado hacía unos meses.

Sin requerir mayores explicaciones me extendió una tarjeta de visita, extrayéndola de un maletín de negra piel que observé repleto de cámaras, lentes e instrumentos médicos. Leí: Inés Asmar, taxidermista, Calle de la Madera Baja, Madrid.

¿Brega usted con animales muertos? Le pregunté. No. Esa es una tarjeta vieja, ahora soy embalsamadora y trabajo para una importante boutique de servicios funerarios. Lo que pasa es que primero comienza una con sapos, zorros, gatos y luego pasa a mayores, nada, entrando en materia. Aunque el principio es el mismo, ¿sabe Usted? Ya ni siquiera arranco vísceras para echárselas a mi perra Clotilde, que tiene desarrollada una predilección especial por tripas de políticos y criadillas de hombres inmorales y depravados. Ya solo me encargo de maquillaje. Eso sí, a mis muertos da gusto verlos, tan orondos y sonreídos. Las viudas, amantes y concubinas vuelven a enamorarse de sus difuntos, quienes bajo mi cuidado alcanzan una serena beatitud celestial. Nada, por el momento estoy a sus órdenes. Aunque ésta es una profesión que deseo abandonar. Estoy harta de bregar con cadáveres. Como usted, yo también quisiera dedicarme al arte. Así que llámeme cuando guste y hablaremos del tema.

Mi taller queda en la calle General Pardiñas, en el Barrio de Salamanca. Se entra por un pasillo estrecho y oscuro en el Piso 6 y luego que abres la puerta una luz cegadora inunda el gran salón en el que solo tengo un camastro, caballetes, cuadros inacabados y una cocina cubierta de pomos de pintura, espátulas y paletas resecas. Cuando Inés llegó ya yo había ordenado un poco mis trastes y el estudio estaba despejado e invitaba a terminar la obra maestra que me habían encargado. Yo había soñado con pintar aquella joven mujer desde que la conocí en la estación de metro. Tres meses había tardado ella en aparecer, porque con una excusa o la otra, Inés se esforzaba en evitar lo inevitable, el encuentro que se habría de producir precisamente hoy, a las doce. Como le dije, reconozco que soy un hombre obsesivo y persistente y cuando me empeño en un objetivo no me detengo hasta conseguirlo, cueste lo que cueste.

Casi al rayar las doce, oí el taconear de sus pasos por el corredor y unos ladridos y me apresuré a descorchar el vino. Clotilde entró rápidamente e hizo una inspección general, olisqueándolo todo mientras la Inés descargó su equipaje en una mesa de trabajo y se sentó en el camastro, con las rodillas juntas, dejando ver las piernas torneadas a mi gusto. No tiene escapatoria, pensé yo. Es cuestión de unos vinillos e intimamos, a pesar de la goyesca presencia de Clotilde que no dejaba de olisquear ni de mirarme con sus ojos de perra hundida.

Tengo que pedirle un favor. ¿Sí? Sí. Necesito hacer un experimento, me dijo muy seria y sin probar el vino. Pero antes tengo que maquillarlo. ¿Maquillarme? ¿Quiere maquillarme? ¡Pero si todavía no estoy muerto! No importa. Es para una exposición de arte moderno, de fotografías. Verá usted: Como le dije, estoy cambiando de profesión. De modo que he venido preparando un registro fotográfico y documental de todos los cadáveres que he preparado, que me han quedado muy bien, por cierto. Pero para darle toques de realismo a la muestra, necesito retratar un cadáver vivo. Usted será mi modelo. Le pagaré si quiere, vamos. Aquí hay muy buena luz. ¿Qué debo hacer? Nada. Solo desnudarse.

No le iba a cobrar, por supuesto, pero tendríamos que llegar a un acuerdo, hacer un intercambio, le dije. Expliqué: Lo que ocurre es que soy pintor de oficio y hace hoy seis meses un barón de la nobleza madrileña me ha encargó secretamente que le pintara desnuda a su mujer, al estilo de la Maja desnuda. Esto es un encargo bajo firma privada, bajo fuertes restricciones de confidencialidad y penas aplicables. En realidad son caprichos de gente que no sabe qué hacer con el dinero. Por supuesto, él lo que quiere es un montaje y una reconstrucción facial utilizando como modelo una mujer mucho más joven, así como usted. El barón me ha adelantado todo el dinero y tanto el plazo que me dio, como el contrato de arrendamiento de mi estudio se vencen precisamente hoy. Si en unos días no soy capaz de llevarle el cuadro terminado, el barón, hombre implacable, es capaz de arrancarme los cojones. Así que tengo que pintarla desnuda. Empezaremos hoy mismo, tardaremos unas tres horas. No se preocupe, su rostro no estará incluido. ¿Ve aquel lienzo contra la pared? Es una pintura con el retrato de la baronesa, pero el espacio donde va el cuerpo reclinado está apenas esbozado, esperando el suyo, que pienso inmortalizar en forma majestuosa, como aquella famosa Duquesa de Alba.

Vale, estoy dispuesta a posar desnuda, pero usted lo hace primero para mí, me dijo. Solo tiene que recostarse aquí mismo, sobre este camastro. Bueno, necesito más vino. Ella arrastró el camastro hasta el ventanal y luego lo rodó más al fondo. Preparó luces, cámaras y sin que yo lo notara dispuso sobre una mesa pequeña sus instrumentos de disección. Me desnudé y me puse la bata grande de algodón blanco que generalmente coloco a mis modelos.

Tan pronto me tendí y ella acercó su maletín con los instrumentos Clotilde, agitada, empezó a mover la cola, a ladrar, jadear, babear y gemir, poniéndome naturalmente muy inquieto. Entonces ella, con gran dulzura, pasó su mano por mi frente; luego tomó una brocha con jabón, agua y vi alzarse el brillo centellante de su navaja y bajar acercándose a mi cuello. Detuve su brazo con el mío. ¿Qué estás tratando de hacer, coño? ¿Una autopsia? Solo quiero afeitarte, dijo. Ya lo hice. Parece que es más fácil bregar con cadáveres, me dijo. Voy a perfeccionar tu afeitada, simplemente. Me dejé rasurar. Luego me desnudó, cubrió mi cuerpo de aceites, me dio un placentero masaje de relación total y debió haber puesto en mi rostro un paño con éter o con algún profundo soporífero, porque cuando desperté, totalmente mareado, Inés y Clotilde habían desaparecido. Me asusté, me toqué los riñones… estaban ahí. Cuando traté de incorporarme sentí un dolor profundo en las ingles, como si me estuviesen atravesando con una espada. Me miré al espejo. Mi pene estaba ahí, colgando, pero mis cojones habían desaparecido. Esa es la razón por la que he venido aquí esta tarde, a esta estación policial del barrio de Salamanca, para poner una denuncia y orden de captura contra esa mujer y su perra Clotilde, de quien sospecho que a estas horas ya se habrá tragado el cuerpo del delito.



Fernando Urena Rib
훼르난도 우레냐 립은
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