30 Septiembre 2007
N.B.: Una versión resumida de esta entrevista puede leerse en la siguiente dirección: http://contrapuntos.net/manuel-garcia-cartagena-escribir-es-lo-que-me-interesa,-publicar-no-.html
Andaba el aire plagado de consagrados por El Conde y sus alrededores, faltaban tantas reparticiones y adjudicaciones que, nosotros, muchachos que apenas acumulábamos méritos para que, con el favor de un dios, nos publicaran en los suplementos, nos juntábamos en lo que luego devendría en el Palacio de la Esquizofrenia, frente al parque Colón. Un derretido de queso alcanzaba para seis, y con 10 pesos prolongábamos la noche poema adentro. Recuerdo que llegó Manuel con las luciérnagas. Dijo Víctor Bidó que era budista y oficiaba en los templos del poema. Cambiaron de camisa varias veces los inquilinos del Palacio Nacional, y Manuel se derramó en letras. Obtuvo los premios Siboney de Poesía y de Novela, y alguien puso en mis manos Los habitantes y Manicomio de papel. Dejé de verlo, dijeron que estaba en Francia. Siguió escribiendo, reinventándose en el texto, deslumbrándonos en las temblorosas aguas del poema. De vez en cuando, como ahora con motivo de la presentación de Bacá –su novela más reciente–, me lo encuentro o me lo invento. Casi nunca, por la prisa, dialogamos. Pero en ésta no se me escapa, tendrá que contestarme unas preguntas, no sé cuántas.
¿Por qué Bacá?
Interpreto tu pregunta como si fuera equivalente a: «¿Por qué publicas Bacá antes que tus otros libros inéditos?» Para responderte, si en efecto es eso lo que me preguntas, debo comenzar diciendo que la escritura de Bacá se inserta en el proceso de transformaciones que vengo experimentando, como escritor y como persona, después de mi regreso definitivo al país, en 1997. En el curso de los últimos diez años, he escrito mucho, pero, más que nada, he cambiado terriblemente. Nuestro país también. Precisamente, lo que cuento en Bacá es la historia de una mutación (¿simbólica?) ambivalente: el personaje anónimo y suicidario de mi novela está atrapado en el seno de una transición simultáneamente colectiva y personal. Lo “crítico” de su condición viene dado por el hecho de que su “vida”, es decir, la historia que se cuenta en la novela, se desarrolla en una especie de “margen” o lapsus: ¿está muerto? ¿está vivo? ¿es una especie de muerto en vida? De eso precisamente es de lo que se trata, o sea, de la duda como condición existencial. Hace cosa de tres o cuatro meses, leyendo la prensa local, creí comprender que, si no publicaba pronto esta novela, la Realidad (con R) terminaría desactivando su potencial simbólico, o sea, que podría terminar siendo leída como un texto “realista”. Por eso me decidí a publicarla.
¿Qué conecta a ésta con tus anteriores novelas?
Creo que el personaje principal de Aquiles Vargas: fantasma se siente tan atrapado en su contexto histórico como lo está el héroe de la Historia de Almueje, Magino Gaitán, y como ya he dicho que lo está el Bacá. Lo que cambia, de una a otra novela, es el grado de tensión discursiva que sus respectivos narradores “administran”: en Aquiles Vargas: fantasma, el narrador solía “delegar” la palabra, es decir, permitía que otros personajes contaran su propia versión de los hechos narrados. Sin embargo, la representación de Aquiles Vargas se confunde con la de los demás personajes, puesto que lo que me interesaba cuando escribí aquella novela era más hacer el recuento de una “época” que una “biografía”. En Almueje, sin embargo, por lo menos en la primera parte, Magino Gaitán aparece como perdido en un mundo que ni entiende ni lo entiende, aunque en la segunda parte (que no en balde se subtitula “La Revolución”) pasa de esta condición de víctima de la historia a la de “aventurero” (anárquico): creo que esta mutación es la misma que intenta propiciar el Bacá. Por lo menos, ambas tienen en común el hecho de que ninguno de estos dos personajes sabe claramente qué es lo que debe hacer. Además, los narradores de esas tres novelas no son “dueños” de la historia que cuentan, como los narradores de las novelas realistas a las que están acostumbrados los lectores dominicanos contemporáneos. En pocas palabras, hay muchas conexiones entre las cosas que escribo, todo depende de lo que quieras ver…
En ciertas zonas de Bacá siento un cierto aire de vacilón que me remite a tu cuento «El último día en la vida de José di Magio», ¿esta novela explora la realidad dominicana desde una perspectiva del non sense o el absurdo?
«Non sense» y «absurdo» son grandes palabras, es decir, conceptos, palabras con historia. No me preocuparía esto si no estuviera convencido del hecho de que la historia cultural dominicana de los últimos cien años nos ha dejado prácticamente desarmados como sociedad para manejar los mismos conceptos que el resto de las sociedades occidentales. Sólo tienes que ver a qué se llama “Sociología” o “Antropología” en nuestro país, por ejemplo, para percatarte de que hemos terminado situándonos lejos, muy lejos, del concepto original. A partir de los años finales del siglo XX, la vieja episteme humanista quedó transformada, entre nosotros, en un conjunto de técnicas deshumanizadas, seriales y altamente manipuladoras, cuyos síntomas reveladores son, por supuesto, el auge actual del llamado «marketing» y el culto irracional que se rinde entre nosotros a las encuestas y a los sondeos de opinión. Desde ese punto de vista, si te digo que en Bacá «exploro la realidad dominicana desde una perspectiva del non sense o el absurdo», me estaría comportando como quienes fríen la cáscara y botan el plátano al basurero. En primer lugar, cuando escribo, no “exploro” nunca nada. Las cosas se me dan o no se me dan. Tampoco “planifico” casi nunca los textos que escribo. En realidad, mi manera de escribir es compulsiva, casi espasmódica. Cuando inicio la escritura de un texto, lo único que me preocupa es producir el primer “masacote”, o sea, el primer borrador, en un tiempo más o menos razonable. A ese primer documento, si tengo suerte, lo someto luego a una serie de operaciones de “rarefacción” cuyo último resultado es el texto en el que, finalmente, termino escribiendo mi nombre y la fecha, para luego ponerlo a dormir el sueño de los justos. Escribir es lo que me interesa, publicar no. Sobre lo de la relación entre mi cuento de los años ochenta y mi novela Bacá no tengo nada en particular que decirte. A ese respecto, quizás tú, como lector inteligente que eres, podrías ver cosas que yo ni siquiera sospecho.
¿Qué ha hecho Manolo en los últimos años, qué está haciendo?
Des-aparecer un poco, por aquí y por allá.
Eres poeta, ¿qué se siente con ser poeta?
¿Dos preguntas por el precio de una? Cualquiera diría que es una verdadera ganga. ¿No? Se trata, sin embargo de una trampa tremenda, y con dos “bocas”, además, ya que ambas se orientan a la búsqueda del ser. La primera, quiere ponerme a hablar acerca de lo que “soy” o “no soy”, o sea, de si me defino o no como “poeta”. La segunda, en cambio, da por descontada una respuesta afirmativa a la primera pregunta, lo cual, como sabes bien, no entra en mi manera de ver las cosas. No sé si “soy” poeta o no, pero puedo asegurarte que no me “siento ser” poeta. Si partimos del hecho de que no existe el individuo químicamente puro, nadie puede hablar de su “ser” como si viviera solo en el mundo, pues siempre le hará falta la otra mitad, esto es, la versión de su “ser” que los demás se han hecho, se están haciendo o se harán. Digo esto para no caer en la consabida y siempre pertinente observación de que el ser siempre es un siendo. Por otra parte, creo que Onetti tenía toda la razón cuando distinguió —desde una perspectiva foucaultiana— entre el escritor (el que escribe) y el autor (el que firma) un texto literario. El trabajo del primero termina junto con la producción del texto. A partir de ese momento, comienza el trabajo del autor como “representante” del primero. Lo malo es que en nuestra patria benemérita siempre te quieren cobrar horas extra por un trabajo que nadie se siente obligado a pagarte: entre nosotros te ganas el derecho a llamarte “poeta” desde que ensucias una hoja de papel higiénico con la tinta de malos versos. De eso tiene la culpa la quiebra de la educación académica formal en nuestro país. Incluso alguien como Juan Bosch, excelente escritor, para más señas, dijo un día que los poetas y los artistas son un “lujo” de los pueblos. Sin ánimo de tergiversar el sentido original de ese juicio, creo que mucha gente se ha tomado al pie de la letra eso del “lujo poético” en la R.D. ¿Sabías que abundan los poetas y narradores nuestros que hacen gala de su “oficio de lujo” a pesar de presentar graves deficiencias en el manejo de la sintaxis, por no hablar de los usos impropios de un léxico que no aciertan a dominar? Sin lugar a dudas, puede considerarse como un “lujo” ser un poeta en un país donde, si un día te vas de viaje, es casi como si te murieras, y si te conocí no me acuerdo. ¡Y cuidado si se te ocurre morirte si no tienes un partido político que esté dispuesto a cargar con tu ataúd! Hay muchas otras definiciones del “ser” poeta, pero por ahora las descarto porque me parecen todas demasiado literarias (un error muy frecuente entre los escritores que se toman su oficio demasiado en serio). «La verdadera vida está en otra parte», decía Rimbaud. La verdadera poesía —o sea, la única que te puede dar el “ser” poético— también. Esa poesía a la que llamo verdadera nunca ha sido, no es y no será jamás un género literario. Es una determinada manera de decir el mundo. No se trata de un “lenguaje” aparte, sino de un determinado modo de poner a funcionar los mismos códigos comunicativos de siempre para crear una serie de puentes entre realidades distantes y distintas. Por encima de todos estos temas, se mantiene vigente un hecho incontrovertible: en una sociedad y en una época dadas, es poesía aquello que la gente reconoce como poesía, y no lo que mil poetas digan que “es” poesía. Eso explica muchas cosas, desde el éxito multitudinario de algunas bachatas, hasta la supuesta postulación al Nobel de literatura de uno de nuestros modernos próceres de la democracia, pasando por el olvido colectivo en que medra la obra de la mayoría de los poetas profesionales de nuestros predios.
¿Crees que el poema, un hecho concreto de lenguaje capaz de transgredir todas las fronteras de la racionalidad, puede ser también objeto de pensamiento o de conocimiento?
Lo primero es que, en nuestra época, las famosas “fronteras de la racionalidad” que con tanto ímpetu proclamaron haber franqueado los surrealistas y otros artistas pseudo-psicoanalizantes se han vuelto innecesarias como premisas para una definición del poema. Lo segundo es que lo irracional como objeto de conocimiento siempre ha formado parte —de una manera u otra— de la epistemología occidental. Lo mismo puede decirse acerca del poema como “objeto de conocimiento”. Se trata simplemente de una cuestión de punto de vista. : luego de la quiebra de la institución retórica como paradigma preceptivo que permitía decantar formalmente lo “poético” y lo “no poético”, sobrevino el primer gran descalabro de las promesas de paz, riqueza y progreso sobre las cuales reposaba el orden burgués europeo, a raíz de esa enorme olla de grillos que estalló en la Primera Guerra Mundial. Lo que a menudo se deja de lado es el hecho de que muchos de los escritores pertenecientes a las llamadas “vanguardias” habían sido formados en las escuelas de la tradición literaria más convencional, que habían comenzado a escribir literatura dentro de los moldes retóricos convencionales y que, por tanto, dominaban las técnicas retóricas de la expresión oral y escrita antes de decidirse a mandar todo aquello al carajo. Quienes quieren burlarse del mundo suelen tomar como blanco de sus chistes a la gente “seria”, es decir, a los que no tienen tiempo para relajitos ociosos. Eso pasó con los escritores europeos: hicieron leña de los grandes robles de la tradición literaria occidental caídos a principios del siglo XX. Si la cosa se hubiera detenido allí, no habría pasado nada, pero, junto con el fenómeno de internacionalización de las ideologías a raíz del triunfo de la revolución bolchevique, de repente pasó a ser “buena onda” en buena parte de Occidente burlarse de la tradición y levantar la bandera negra de la anarquía, con las consabidas consecuencias que eso acarreó para el arte y la literatura de países como los de Hispanoamérica, donde, para nuestra desgracia, casi no había viejos robles que tumbar. Así que, desde un principio, en países como la R.D., la oposición entre lo racional y lo irracional fue el primer síntoma de una irracionalidad distinta a la que impuso la definición del Surrealismo de Breton. Entre nosotros, tal oposición es el resultado de un fenómeno de condicionamiento histórico de aculturación, cuyo objetivo sólo respondía al deseo de homologar la historia del arte y de la cultura de nuestro país a la del resto del mundo occidental. Idiota, ¿no? Lo malo es que todavía hay gente que se pregunta por qué la cosa no funcionó, y por qué los escritores dominicanos no somos “reconocidos” en el extranjero. Vamos, pero, ¿y cuándo hemos tenido nosotros una tradición literaria que avale nuestra presencia en el mapamundi cultural de Occidente? Una cosa es querer tapar el sol con un dedo tratando de vestirse de seda siendo mona, y otra cosa muy distinta es el lamentable e hilarante espectáculo que damos al mundo desde el desorden institucional que nos caracteriza, con nuestras universidades disfuncionales, con nuestras bibliotecas abandonadas, con nuestros escritores desconocidos incluso para nosotros mismos, etc. Y claro, nunca falta quienes quieran escurrir el bulto diciendo que “Bueno, pero en otras partes la cosa es peor”, pero, dime un poco a ver si entiendo, si la cosa es así, ¿para qué hay que preocuparse?
Narrador si sé que eres. Y muy bueno. Ya a principios de los 80 pusiste en blanco y negro un manojo de textos que, a mi juicio, abren una nueva brecha a la narrativa breve escrita por dominicanos. ¿Qué puedes decirme del cuento dominicano actual?
Dejando para más tarde lo del piropo inicial, paso a responderte la pregunta. Fíjate, yo siempre he sido, más por fatalidad que por vocación, una especie de “llanero solitario”: nunca he encajado en grupos, pandillas, asociaciones de malhechores, equipos de pelota, bandas de música, etc. Sinceramente, lamento mucho no tener nunca a flor de labios una lisonja para el más engreído, una frase de estímulo para el más esmirriado, un chiste fenomenal para el más aburrido, ni cualquiera de esas cosas que hacen que el resto de la gente te considere como alguien de quien vale la pena hacerse amigo. Más bien —y eso lo digo yo— creo que le caigo gordo a las tres cuartas partes de los escritores dominicanos y como a doscientos o trescientos cubanos, haitianos, venezolanos, colombianos, mexicanos, puertorriqueños, etc. que ni me conocen ni saben de qué lado me aprieta el zapato. Convencido como estoy de que todo ese bello mundo que tengo como “contemporáneo” es el que completa la definición de mi “ser”, hace muchos años que tomé la decisión de hacerles más llevadera la vida a mis coeteáneos indiferenciándome profesionalmente de lo que hacen o dicen y de lo que puedan hacer o decir. Algunos —como tú, por ejemplo—, se exilian cambiando de espacio o de país. Yo me exilié cambiando, primero de lengua y luego —al darme cuenta de que dondequiera se cuecen habas— de época. Después de haber hecho una tesis doctoral de mil y pico de páginas acerca del surrealismo narrativo, me siento muy a gusto en el periodo de la literatura francesa conocido como el de la “décadence” (verdadero “génesis” de muchísismas cosas que me interesan personalmente). Creo que hay muy buenos periodistas y comentaristas que podrían proporcionarte respuestas suculentas, magistrales y contundentes acerca de la actualidad literaria dominicana, y, por mi parte, me excuso diciéndote que, lamentablemente para mí, no tengo tiempo para leerlo todo. Tengo que ser selectivo. Reconozco que sólo algún compromiso de amistad me ha empujado a leer últimamente textos de autores dominicanos contemporáneos. Creo que ninguno de mis compañeros de generación perdería su tiempo leyendo una cosa que aparezca firmada con mi nombre. De manera que estamos a mano: ni yo me meto con ellos y ellas, ni ellos-ellas se meten conmigo. Por lo menos hasta ahora.
¿Existe una literatura dominicana capaz de trascender más allá de los 48 mil kilómetros cuadrados de extensión que conforman la media isla? ¿Puedes citar nombres claves?
Pregúntale eso a los teóricos de la Secretaría de Cultura.
Como estudioso del fenómeno, ¿a qué le atribuyes que la isla literaria esté rodeada de antologías por todas partes, cada una con su verdad como sostén o ariete para arremeter o defenderse de la antología del otro punto cardinal? ¿Cuáles de la más de veinte o treinta antologías que anualmente nacen, y a su vez generan otras tantas más, portan una verdad medianamente equilibrada?
Bueno, a mí las antologías no me han hecho nada (literalmente). No tengo nada en contra de ellas. Me parecen unos cuerpos extrañísimos, como si uno cogiera la barriga de W, las piernas de X y la cabeza de Y y las metiera a la fuerza en la ropa de Z, sin olvidar bautizar al engendro así creado con títulos estrambóticos como Un vago perfume de narcosis, Jardín de buques que zozobran en la cloaca del desencanto, o algo por el estilo. ¿Qué tienen de malo las antologías? ¿Qué tienen de bueno? Que yo sepa, no se trata de un modelo textual aparte, no es un ni género, ni un tipo textual aparte. Leí por ahí que el poeta Franklin Gutiérrez, aparentemente en desconocimiento de esto último, escribió y publicó un “decálogo” para los autores de antologías. Amén. Independientemente de dicho decálogo, cualquier antología sólo pueden tener tanto de bueno o de malo como tengan los textos que la integren. Y eso es bizcocho de otra repostería.
¿Consideras que en la RD existe una especie de casta superior que maneja los hilos para acallar o silenciar a un escritor o una obra que, en determinado momento, se aparta a los cánones en boga? ¿Puedes citar casos?
La pregunta parece ir en serio y, realmente, sigo dándole vueltas para ver si encuentro un punto por dónde entrarle. Creo, no obstante, que me podría pasar un buen rato abreviar, me pregunto si alguna vez he conocido a algún escritor, aparte de Viriato Sención, que haya acusado, en nuestro país, a alguna persona, grupo o institución de haber intentado “acallarlo” o “silenciarlo”. De repente, se me prende un bombillito que me indica una vía para responderte, y digo: «Oye, eso es demasiado fuerte». O sea, que, si lo piensas bien, te das cuenta de lo fácil que resulta en la R.D. conseguir que le publiquen un mamotreto de quinientas páginas a cualquier hijo de vecino, o que cualquiera aparezca con una fotografía de una página completa en cualquier revista, suplemento, etc., o que cualquiera se haga invitar por el club X, dedicado a honrar al poeta de su preferencia, para dar una conferencia acerca de cosas que ni él mismo entiende. ¡Con decirte que, hasta hace relativamente poco tiempo, aquí cualquiera podía dar clases de literatura a nivel superior sin tener que someterse a evaluaciones, pruebas de nivel ni nada por el estilo! ¿A quién se le podría ocurrir interponerse en el vertiginoso camino hacia la fama meteórica de Juan De Los Palotes? Creo que este es uno de los pocos países occidentales donde cualquiera puede ser reconocido públicamente como poeta sin tener estudios de ningún tipo. De manera que, si no fuera porque eres tú quien me formulas la pregunta, la simple idea de que alguien quiera “opacar” el “inmenso talento” de alguno de nuestros poetas me parecería uno de los chistes más originales de todos los tiempos.
Bueno, pero, entonces, ¿qué podría decirse que sucedió con tu novela Aquiles Vargas: Fantasma, ganadora del Premio Siboney de Literatura 1986?
Si te refieres al hecho de que esa novela apareció publicada en 1989, o sea, tres años después de su premiación en el concurso de 1986, y que Taller la publicó con una portada de mi amigo Faustino Pérez que no tenía nada que ver con el bonito formato blanco del resto de la colección —aparentemente, dirás, como “una forma de escamotearle su pertenencia al conjunto” (?)—, y si quieres establecer un nexo de causalidad entre esa lamentable circunstancia y algún supuesto plan para “acallarme” o “silenciarme”, te remito a mi respuesta de la pregunta número 4 de este mismo cuestionario, donde te digo, con otras palabras, que no creo que nadie se haya propuesto nunca “acallarme”, sino que más bien yo mismo opté hace años por quitarme del medio para así ver mejor el brillo del sol. «Let the sun shine». Eso es más que un eslogan: es una consigna de vida para mí. Por tanto, me parece que yerras de ruta al intentar hacer pasar por un “plan macabro” en mi contra lo que sucedió con mi novela, cuya publicación coincidió, según tengo entendido, con la quiebra o el cambio de manos de la antigua Licorería Siboney, por lo cual, si a esas vamos, podría considerarme como afortunado de que el libro haya aparecido publicado a pesar de todo, aun si yo ya no estaba en el país cuando apareció.
Recuerdo que, luego de la salida de esa novela y de la publicación de un par de libros de poesía, Habitantes y Manicomio de papel, fuiste desapareciendo de la escena. ¿Fuiste a estudiar en Europa? ¿Qué pasó?
En realidad, a eso es a lo que me refiero en mi respuesta a la pregunta 4. Pero te corrijo: mis libros de poemas Mar Abierto, Manicomio de Papel y Los Habitantes son tres de mis primeras obras publicadas. Gracias a que existen personas como tú es que puedo revelar públicamente algo que de todos modos a nadie le importa: hubo una época en la que ninguno de los escritores con los que a veces compartía espacios aceptaba incluirme entre los poetas alegando que yo era un “narrador”; luego, en otra época, ninguno de los prosistas quiso incluirme entre los narradores alegando precisamente que yo era un “poeta”. Según parece, en la actualidad tanto los poetas como los narradores están de acuerdo en que no soy ni una cosa ni la otra, sino que soy “ensayista”, y así por el estilo. Por mi parte, digo como Platón: «¿Y a mí qué?» (en algún momento de su vida Platón tuvo que decir eso). Quizás por eso es que no figuro en antologías —bueno, sí: ya estoy en la de Néstor Rodríguez y en la de José Alejandro Peña, junto con los poetas de la Generación de los 80—. De todos modos es igual: insisto en que no tengo nada contra las antologías. Por otra parte, no sé a qué te refieres cuando dices que “fui desapareciendo de la escena”. Probablemente aludes al hecho de que no se tuvieron noticias mías durante los ocho años y medio que permanecí en Francia. Sobre ese particular, no tengo prácticamente nada que decir. Entre 1988 y 1997, viví en la bella ciudad de Tours, corazón de la Touraine, en Francia, donde primero completé un doctorado de letras francesas contemporáneas y luego fui lector y agregado temporal a la enseñanza y la investigación en la universidad François Rabelais. En ese mismo periodo, sin embargo, creo haber escrito más que nunca en mi vida, en términos de calidad, por supuesto, ya que, como sabes, pocas cosas nos permiten dominar nuestra propia lengua como el hecho de tener que expresarnos en una lengua extranjera.
Siendo de los escritores surgidos en los 80 y, con una obra poética y narrativa bien definida, ¿a qué le atribuyes tu ausencia en casi todas las antologías y muestras que representan lo más avanzado de la nueva literatura de la isla?
Se me ocurre que una manera de responder esa pregunta es decir que, probablemente, yo no tengo nada que ver con «lo más avanzado de la nueva literatura de la isla». Sin embargo, si piensas eso acerca de mis cosas, ¿por qué no preparas tú una antología y me incluyes? En serio, René: alcanzar la fama es la parte más fácil de la literatura (el dinero puede comprarla). Hacer una obra consistente, que sea el resultado de tu experiencia personal con el lenguaje, eso es otra cosa. Algo que no se compra y que casi nunca se vende como uno quisiera. Por tanto, a quienes se imaginan que mi ausencia de «casi todas las antologías y muestras que representan lo más avanzado de la nueva literatura de la isla» constituye un indicio de la poca calidad de mi obra, les digo como decía Celia Cruz: «qué pena me da mi caso, lo mío es mental», ¿no?
Como miembro destacado de la generación de escritores dominicanos que ve la necesidad de establecer un diálogo entre lo irracional y lo analítico en el texto, ¿podrías hablarme un poco sobre la poética del pensar? ¿La suscribes? ¿Podría decirse de algún legado transcendente?
Según parece, mientras me hallaba fuera del país hubo por aquí algún revuelo con eso de las generaciones y de las poéticas. Lamento informarte que no estoy muy enterado de esas cuestiones. Creo saber que mi amigo, el excelente poeta José Mármol, defiende la tesis de la puesta en marcha de una «poética del pensar» en los años 80. En realidad, respecto a esa particular poética del pensar, no sé qué pensar, ya que todavía no me entero bien de qué se trata.
Sé que has seguido oficiando en los territorios del poema, ¿sucede lo mismo en la narrativa? ¿Qué escribes en la actualidad?
En realidad, creo que no debería responderte esta pregunta, en vista de lo que te he dicho más arriba. No obstante, con frecuencia se ven cosas mías en los suplementos y revistas especializadas, con lo cual, no me luce mucho eso de hacerme el tonto. Sí: todavía escribo abundante, profusamente. Tengo listos algunos libros (casi todos en prosa: novelas, cuentos, ensayos). Tengo los borradores de muchos otros en espera de que me siente a revisarlos. Actualmente, estoy regalando a quienes les interese una versión en pdf de mi Manicomio de papel completo, es decir, los poemas de mi librito de 1984 y los del Botiquín de humo que me publicó Miguel D. Mena en 1982. Sólo tienen que pedírmelo vía e-mail: imaginon@yahoo.es Ese es un libro para la nostalgia de algunas de mis amigas y de algunos de mis amigos de aquellos años, entre los cuales, varios pueden dar testimonio de que nunca en mi vida he creído que, como escritor, debería ser tratado como si fuera “un lujo” del pueblo dominicano. Lo que pasa es que gané muchos reconocimientos siendo muy joven, y probablemente eso pudo haber disgustado a cierta gente. Además está lo de mi larga permanencia en el extranjero, totalmente desconectado de las “playas dominicanas”. Por otra parte, el racionalismo dominicano espera que aparezca el Descartes que resuma el método de nuestra manera de ser diciendo, más o menos, algo así como: «cabildeo, ergo sum». O te las arreglas para que te tengan en cuenta, o no existes ni en los centros espiritistas. Me dirás que para eso precisamente están las entrevistas. Sea, pero, ¿y si publicas un libro sin que nadie te lo mercadee, de qué que te habrá valido? Ciertamente, mientras más pienso en el axioma de Bosch acerca del “lujo de los pueblos”, más convencido estoy de que, a este pueblo, ese es un “lujo” que no le interesa.
viernes, 9 de noviembre de 2007
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