martes, 1 de diciembre de 2009

EL FUTURO DE LA MEMORIA*



BASILIO BELLIARD


La memoria habla y habla en el discurso del recuerdo: adopta la forma de la nostalgia. En la literatura se transforma en método, en el supremo recurso de la ficción novelesca. Vladimir Nabokov inquiere, interroga, invoca e incluso “agarra por el cuello” a la memoria y la hace hablar. De ahí que titule sus memorias: Habla, memoria. Octavio Paz dice que la memoria es en la modernidad lo que fue la inspiración para la antigüedad. Si hay una historia, cuyo fundamento es el pasado, también puede haber una memoria del futuro. O del porvenir, como en Elena Garro, en su maravillosa novela Los recuerdos del porvenir.
La memoria como género literario ha sido llevada, en muchas ocasiones, a la categoría de libro clásico: Memorias de ultratumba de Chateaubriand. Y en la época actual: Neruda en Confieso que he vivido y Para nacer he nacido; Robert Graves en Adiós a todo esto; El oficio de vivir de Cesare Pavese; las Antimemorias de André Malraux; Si la semilla no muere de André Gide; La arboleda perdida de Rafael Alberti; Permiso para vivir de Bryce Echenique; Vivir para contarla del Gabo; El pez en el agua de Vargas Llosa y Vida perdida de Ernesto Cardenal, para ser más frescos los ejemplos. Como se ve, hay en las memorias todo un arte de la titulación.
La memoria es una suerte de narración de carácter autobiográfico basada en el recuerdo. En ella participa como protagonista no sólo la vida de su autor, sino también, las vidas de los demás, los cuales han contribuido a moldear su vida, la que ha crecido paralela a su sombra. La memoria se distancia de la autobiografía en que, en la primera, caben todos los recuerdos, las cavilaciones, los sucesos, los hechos y los acontecimientos de la vida privada y de los demás; en cambio, en la segunda, sólo se describe la vida de modo un tanto cronológica. La autobiografía funciona del pasado al presente, del nacimiento a la muerte; la memoria, en cambio, mantiene su accionar en el sentido en que funciona la memoria. Es decir, de modo no estrictamente cronológico, pues su fluir es como el aire o el viento: libre, sin dirección fija, en ondas expansivas, como el humo, en círculos concéntricos.
El auge de la memoria como género literario se remonta al siglo XIX, pero se inicia en el siglo XVIII. En España tuvo su desarrollo con Azorín, la Generación del 98, Pío Baroja, entre otros. La memoria guarda una estrecha vinculación con la autobiografía, las confesiones, los diarios, la biografía y la crónica. Aunque la memoria puede leerse como novela, no así son una y la misma cosa –aún cuando hay memoria novelada y novela autobiográfica. Memoria y autobiografía son conceptos similares pero no iguales. No hay una memoria sino varias; de ahí que se hable en plural: las memorias. Narración retrospectiva, inventario de vida, balance vital, vuelo, buceo imaginario, elucubración de la nostalgia, melancolía, la memoria es el testamento de una vida apasionada, de una gran vida, interesante, trascendente, decisiva para una generación, época y momentum histórico.
En el prefacio a su memoria, Los grandes cementerios bajo la luna, George Bernanos, el eminente novelista católico francés, dice una frase que me parece emblemática: “Si la tarea que emprendo ahora fuera de mi gusto, es probable que me faltara el ánimo para proseguirla, puesto que no creería en ella. Sólo creo en lo que me cuesta. No he hecho nada pasable, en este mundo, que no me haya parecido, al principio, inútil, inútil hasta el ridículo, inútil para producirme asco. En mi corazón tengo un demonio que se llama: ¿para qué?”
En ocasiones, el novelista mezcla su historia personal con la biografía de sus personajes. La realidad, que alimenta la literatura, puede convertirse en territorio, en pasto que germine la memoria. La obra de Borges está atravesada y alimentada por su memoria, que se robusteció y clarificó con su ceguera. “Funes, el memorioso”, es acaso, la extensión de su arte narrativo y la personificación del poder de la memoria. O más bien: un elogio a la memoria y la gran metáfora que caracteriza su poética narrativa. Es pues la apología de su propio yo narrador. De ahí que no es la imaginación quien narra sino la memoria, una suerte de memoria narrativa que bucea y navega en el azar del pasado, aún cuando la historia resida en el futuro (Julio Verne, Isaac Asimov, Elena Garro, G. H. Wells).
El narrador miente adrede cuando “literaturiza”, por así decirlo, una historia personal o externa a su experiencia. Miente el memorialista y el autobiógrafo; en ambas actúan las preferencias de lo contado, en un ejercicio de ocultamiento y revelación. Por eso lo leído en una autobiografía o en una memoria, muchas veces participa de una farsa que se queda en el tintero de la autocensura. La memoria actúa como ética del escritor y también como poética, donde postula su versión de un pasado real. El narrador usa la memoria y también la inventa. “Toda memoria fermenta en la medida en que envejece”, ha dicho Marcio Veloz Maggiolo, en su espléndido La memoria fermentada. Ensayos bioliterarios, donde se convierte en un auténtico arqueólogo de la memoria del pasado.
La memoria es una crítica al olvido y una crítica de sí misma, en tanto que el olvido es su mecanismo de defensa. Cuando la memoria fermenta germina en olvido, lo fecunda: espiral de la memoria y el olvido. “La meta es el olvido/ yo he llegado antes”, dice Borges. La memoria florece para no morir: guarda una íntima relación con el sueño. Mi madre decía “yo recordé”, en lugar de decir, yo desperté. En ese sentido, Borges decía que esta frase es una maravilla, con lo cual le hacía un elogio a mi madre. Quien no tiene conciencia de la memoria tampoco la tiene del olvido y de la muerte. Tenemos conciencia de la muerte porque tenemos razón y conciencia del tiempo y de la duración. Por eso los animales son más felices que los hombres, pues no tienen conciencia de la muerte porque no la tienen del tiempo. El hombre sabe que es un ser para la muerte, mas los animales no. Y eso nos atormenta. Perder la memoria es igual que perder la razón. El loco pierde más la memoria que la razón. Memoria y razón: dos caras de la conciencia humana. Tener memoria de lo perdido, del pasado, nos hace infelices y nostálgicos, melancólicos y atormentados. Olvidar es perdonar. Quien no olvida aún no ha perdonado. Abel perdonó a Caín cuando olvidó la cicatriz que éste le dejó en su frente como huella del primer crimen de la humanidad cristiana y del mundo. Este episodio Borges lo recrea magistralmente.
El olvido atenúa la conciencia. Cuando escuchamos canciones del pasado, no sólo recordamos eventos de nuestra vida, sino los de nuestro entorno. Y sólo tendemos a recordar lo que nos favorece porque la memoria es selectiva: está vinculada al deseo. Sólo memorizamos lo que deseamos. Memoria y deseo: caras del recuerdo. La memoria también tiene un contexto donde se alimenta, crece, germina, fermenta y muere, pero vive al transferirse a los demás. En Africa, cuando muere un anciano, se dice que muere una biblioteca. La memoria también puede ser ígnea, terrestre, cósmica: vive en las paredes y en las piedras, en los monumentos y en los libros.
La memoria nutre el pensamiento, airea las ideas, le presta alas a la imaginación. Vive en habitaciones contiguas a la conciencia. El novelista utiliza la memoria como técnica, pero también la inventa, transformándose en un hacedor de memorias, en un artesano del recuerdo. Todo novelista es un arqueólogo de la memoria y todo historiador, un arqueólogo del pasado. Proust, al buscar el tiempo perdido, encontró su eternidad, muriendo con la última frase y recobrando el tiempo, a través de la técnica que él mismo creó: la “memoria involuntaria”.
“Cualquier pasado fue mejor”, dice Jorge Manrique, en su célebre Copla. Sin embargo, hay que decir que todo tiempo pasado es un tiempo perdido porque ya pasó. El mejor de los tiempos es el presente porque corresponde a la vida.


*Tomado de la Revista Agulha Divulga

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