FERNANDO UREÑA RIB
Las condiciones atmosféricas en el Jardín de Edén eran ideales. Según entendidos iraquíes, conocedores del microclima formado entre el Tigris y el Eúfrates, la temperatura oscilaría entre los 23 y los 26 grados Celsius. Esto permitía que la pareja edénica transitara libre y desnuda por los amplios jardines y subjardines del complejo.
Sin embargo, la pareja no siempre andaba junta. Adán prefería solazarse en la Planicie Africana, con su extraordinaria fauna, sus montículos desérticos y sus bazares al aire libre; mientras que Eva tenía un gusto casi adictivo por el Jardín Japonés con sus ensenadas y lagos rodeados por árboles en miniatura. Debo aclarar que en esos tiempos elementales, los ángeles guardianes se ocupaban celosamente de la jardinería y de la irrigación, aunque luego se aprobaron concesiones y subcontratos con compañías bien establecidas de Kioto y de Fujiyama.
Pero lo que te quería comentar es que cuando Eva se hastiaba de las orquídeas e ikebanas, se adentraba en un laberinto casi selvático, en una reserva forestal que bien podría recordarnos al Amazonas o a las pronunciadas y tupidas pendientes del alto Orinoco. Pasaba ella días y hasta años enteros internada en la selva. Como sabrás, el tiempo no importaba entonces. Al contrario, los reencuentros entre Adán y Eva, aunque esporádicos eran muy intensos. Se reunían cerca de las Tullerías, un canal artificial circundado de árboles frondosos que hay en París, o en el Central Park, que es una amplia área verde a la que acuden los jóvenes newyorkinos dispuestos a correr y a ejercitarse.
Haz de saber que los lugares de reencuentro los elegía siempre Eva, porque así aprovechaba para irse de compras por las Galerías de Laffayette o por las tiendas sofisticadas de la Quinta Avenida, o para adentrarse en las tiendas de joyas y diamantes que todavía existen en el Fashion District. El gran problema ocurrió un día, cuando ella empezó a descender por la avenida Broadway hasta el bajo Manhattan y el público empezó a aglomerarse al verla caminar desnuda y plena de sensualidad con apenas un pequeñísimo abrigo de mink cubriendo sus espaldas.
Era una mañana despejada de septiembre y Nueva York ostentaba esa temperatura fresca y dulce que a veces nos regala. Pero la cantidad de gente que se aproximó a Eva era tal, que ella no tuvo más remedio que correr desesperadamente y ocultarse en unas torres paralelas que se levantaban hasta el cielo en el distrito financiero. Por supuesto, la escena era observada celosamente desde la estratosfera, por los ángeles guardianes. Pero la visibilidad era tan perfecta, que la vieron huir claramente un par de pilotos iraquíes, de aeronaves comerciales, que circundaban la zona y quienes se distrajeron terriblemente en la ofuscación del momento y chocaron de pronto y de manera fulminante contra las altísimas torres gemelas. Desde ese día, todos hemos perdido el paraíso.
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