Sentimiento trágico y regionalismo literario en los cuentos de Ángel Hernández Acosta: Su soledad, su dolor y su silencio
Avanza, caminante [avanza], sin temor a la fría soledad (. . .).
-- A. H. A., Cocktail de escenas.
(Por: Alex Ferreras)
James Joyce, el reputado escritor irlandés, se rebeló contra el estancamiento espiritual y filisteísmo cultural de la Irlanda de sus días. Éste es un país, al igual que Polonia, que no puede ser estudiado tanto en su historia como en su cultura, fuera del catolicismo. Es así como se educa en esta ideología religiosa. Sin embargo, pese al estancamiento de su tierra, Joyce no dejó de ambientar su narrativa en lo que constituyó su historia, su atmósfera y su topografía, por haber representado para él un micro universo de todo lo que podía suceder en el plano de la experiencia humana. Con el correr de los años, otro escritor, esta vez de otro país y de otra cultura, parecido en su actitud frente a su medio que Joyce --claro está, no en la densa y rigurosísima estética de éste-- se empeñará en dejar registrado en sus escritos de ficción narrativa, la experiencia humana de un pueblo que necesitaba trascender de sus estrecheces morales y mentales. Con este esquema estético el escritor neibero Ángel Hernández Acosta se dedicará a mostrar a sus gentes la luz de la razón a través de esa variante del realismo como lo es el regionalismo literario. Sus cuentos, además, son atravesados por un sentimiento trágico frente a la vida, sentimiento que será determinante en el grueso de su narrativa. En este mismo sentido, como se sabe, el cuentista escribe dentro de una tradición a la que pertenecen no pocos escritores de habla hispana de todas las épocas, tal Jorge Manrique, el Cervantes de Persiles, Miguel de Unamuno, Rubén Darío, Antonio Machado, García Lorca, y demás.
El cuentista echa mano al folclor, las costumbres, los hábitos de vestir, el habla y las creencias de su pueblo, pero como narrador que desarrolla la temática de corte regionalista, no creemos que se interese gran cosa en la verdad y la naturaleza humana que encierran. Por igual, las críticas veladas de carácter político, didáctico, moralizador y social que hace en sus narraciones no buscan sino mejorar los patrones culturales y mentales de sus compueblanos. De esta suerte desbroza, a golpes de prosa y de una poesía depurada, las malezas de su ignorancia y limpia las telarañas de las falsas creencias que les anega: “(. . .) Yo te decía que eso de brujerías es un disparate, cosa de gente tonta”, le echa en cara el personaje Toña a Pedro Nené, “pero tú estabas ciego (. . .)” (Tierra blanca, p. 84). La descripción del paisaje donde le tocó nacer, en relación con sus rasgos y peculiaridades culturales y topográficas, les imprime realismo a sus cuentos.
El sentimiento trágico no dejará de estar presente a lo largo de la narrativa corta del laureado escritor neibero. Ni siquiera el humor se libra de su influjo. Cuando el lector piensa que descansará de aquel tono trágico que permea sus cuentos, aunque sea por un instante, el cuentista le sorprende de nuevo más tarde con la reconstrucción de un episodio o de una escena trágica al final. Al explorar la experiencia humana en escenas y situaciones de carácter trágico, lo deja con deseos de liberarse de la carga síquica y de las tensiones emocionales que se desprenden de las lecturas de sus narraciones: “Una tarde, Cucú montó un ataúd y se fue al más allá sin darnos previo aviso (Cocktail de escenas, p. 52); y más adelante, cuenta el narrador de la repentina muerte de su personaje principal, “¡Cómo volver, si en el puerto de la tumba no hay boletas de regreso! (. . .)” (Ibíd.). En “Mi amigo Pedro” inicia el cuento en esa misma vena amarga, que será predominante en Cocktail de escenas (1948) y Tierra blanca (1957): “Sí, amigo, bebo con frecuencia, porque así es como puedo soportar este mundo de penas que pesa sobre mí” (Cocktail. . ., p. 32). Luego, pone en boca del mismo narrador, las exclamaciones, “¡Cuánto he sufrido! ¡Tal vez hasta el árbol confidente esté cansado de mis llantos! (. . .)” (Ibíd., p. 34).
Hernández Acosta es un escritor con intereses serios de penetrar el fondo de misterio y de tristeza del paisaje neibero, contrario a otros escritores de su tiempo, que en un esnobismo poco digno, rindieron culto al etnocentrismo de otras culturas. No en balde en varias ocasiones se le oyó decir con orgullo que Neiba era su París. Era de esperarse que, frente al estancamiento espiritual de su pueblo; amén de la brutal represión del régimen de Trujillo; a falta de respuesta a las cosas del espíritu, buscara evadir la realidad que le tocó vivir, en un medio de galleros, de riñas y de cantinas. Nos lo indica el texto “Una estrella grande me saludaba desde el cielo”. En este cuento estamos ante un estado de alma que a menudo entra en éxtasis. En una respuesta que le da el narrador a su hermana, le dice: “¡Hermana mía, acompáñame! ¡No me dejes solo en este lejano bosque!
(. . .)” (Ibíd., p. 39). “Valor, hermano [. . .]; valor, que es retorcido el camino de la vida (. . .)” (Ibíd.), le contesta ella.
En otras palabras, el narrador --detrás del cual se esconden acontecimientos autobiográficos del escritor, como veremos luego-- pide que no se le deje solo en su vida de martirio, como también hace la misma petición a un ángel que le acompaña en un sueño que tuviera. Y haciendo eco inconsciente de la moral represiva de una ideología religiosa, en vigor de una forma inesperadamente especial en épocas de la tiranía, la hermana le revela al narrador: “Nunca te amilanes ante las dificultades, porque ellas son enviadas por nuestro Señor para fortalecer el espíritu del hombre (. . .)” (Ibíd.). Hernández Acosta reproducirá semejante esquema narrativo en otros cuentos, entre los que se destaca “Cuando las sombras lloran”, de Otra vez la noche (1972). Viéndolo en clave sicológica, el sueño arriba indicado puede tener un rol de compensación; o sea, el autor intentaría aspirar inconscientemente a restaurar su paz interior, a aliviar sus tormentos espirituales, alentados por un medio estéril, pero máxime, por aquel sistema político represivo, para un espíritu sensible y delicado como lo fue el suyo. Corrían los años ’40, de Cocktail. . .; luego, los ’50, de Tierra Blanca.
Prevalece en las anteriores obras narrativas la descripción de escenas y episodios autobiográficos tristes desde diferentes niveles de profundidad y distancia estética. El cuentista retrata la atmósfera, el paisaje y patrones culturales de su pueblo, en los cuales se interna su espíritu para no volver a salir sino en Otra vez. . ., donde apunta cierto aliento de optimismo. Es lo que sucede, específicamente, en los cuentos “Cucú”, “Las flores, la muchacha y el cartero” y “Los aldeanos vienen cantando”, en contraposición con “Dígame usted” y “Cuando las sombras lloran”; de modo opuesto también a “Tomasina, la traicionera”, “Una resolución irrevocable”, “No quería ser mendigo, sino juglar” y “Los cocuyos misteriosos”, de Cocktail. . . . De esta misma vena son, entre otros cuentos, “Tierra blanca”, “Cañamaca”, “Rosenda”, “Biografía de un recuerdo” y “El gallo”, de Tierra blanca; lo mismo, los cuentos sueltos “La sombra homicida” y “Escenas de amor en el trapiche” (Cuadernos dominicanos de cultura – año ¿?--).
De igual suerte, el escritor recaerá más tarde en su sentimiento trágico, en los cuentos inéditos “Este muerto no tiene credenciales”, “Honor, mujer y gallos” y “Un prisionero”, publicados en el desaparecido suplemento literario Isla Abierta del periódico Hoy en 1987. Vale destacar que era notoria en el tiempo de publicación de Cocktail. . . y Tierra blanca la autocensura que se impuso el intelectual dominicano en respuesta al recrudecimiento de la represión de la dictadura trujillista. De ahí que la mayoría de las obras, en específico después de 1945, por razones obvias, fuera literatura de evasión.
Ahora, el atormentado espíritu del escritor neibero no impidió que de vez en vez hiciera un alto en sus narraciones predominantemente trágicas para entregarse a la descripción de escenas de expansión y del más fino humor. Como dice Cucú, el pintoresco personaje del cuento del mismo nombre, respondiendo al desplante de una chica que se burla de su apariencia física:
Del jocico e’sa muchacha,
sabiéndolo compartí,
salen siete jocicone
y el jocicón ‘e medí (Cocktail. . ., p. 50).
Y fiel a la estética regionalista, con el mismo circuito de humor, el autor reconstruye este episodio en torno a Cucú, quien, por el sentimiento trágico que atraviesa a su creador, como quiera está condenado a morir:
-- ¿Cucú, a ti te gustaría ser músico?
-- ¡Uy! – contestó --. . . Traj que llegue al bujío vuá tumbá una mata ‘e lechosa para hacé mi fututo. . .
-- ¿Y cuál instrumento te gusta?
-- El que parece un cachimbo.
Y aventando la boca como una bejiga (sic), añadió:
--Ese que hace: tírum, títum, tírum (Ibíd., p. 51).
Sin embargo, Cucú acaba de partir ya de este mundo, y con él, su alforja de versos populares: “Talvez, en el cielo, esté cantando coplas”, dice el narrador, “para ganarles centavos a los ángeles (. . .)” (Ibíd., p. 52).
Igualmente, el sentimiento trágico determinará el presupuesto ideológico de Carnavá (1979), la única novela del autor. En esta obra Hernández Acosta narra la experiencia humana de Lucas Evangelista Sena – Carnavá --, un personaje real y mítico de la épica regional de nuestra literatura. El también cacique del bando de los bolos es el único héroe trágico real, en la literatura dominicana, que cae en manos de sus adversarios políticos, fruto de la perfidia y de las intrigas políticas entre partidarios de los bolos y los coludos, en tiempos del conchoprimismo en la República Dominicana. Con esta novela, a juicio del escritor y poeta Andrés L. Mateo -- en el prólogo que escribiera a esta obra en el 1988 -- se cierra el ciclo de novelas que trata de la vida del caciquismo en el país, y no como se creía, con La Mañosa (1936) de Juan Bosch.
No sólo el escritor discurre sobre el tema de las revoluciones en Otra vez. . . sino también que lo retomará en Carnavá y en los cuentos sueltos que publicara en Isla Abierta, y en los que deja destilar ecos bastantes definidos de su novela, al punto de que reproduce parcialmente en ellos, entre otros tantos fragmentos, similares esquemas de narración y de sintaxis, tal el niño de “Un prisionero”, que guarda semejanza con los de la novela, especialmente en la visión que éstos tienen sobre los juegos del Carnavá – mito con armas de juguete (Carnavá, pp. 47-48; Hoy, pp. 8-9); ecos de Carnavá y Fidel Bulla (Carnavá, p. 33) pueden rastrearse en “Honor. . .” (Hoy, p. 6). Por igual, los personajes Ventura, Micaelo y Lila, del mismo cuento, resuenan, al respecto, en sus contrapartes Carnavá, Fidel Bulla y Pancha Pérez, de la citada novela. El personaje Juan Bobó, como lugarteniente de Carnavá, es el Cimaladera de Brígida Milpasos en Otra vez. . . . De igual manera, hay resonancias de personajes de cuentos en otros cuentos, o sea, Emilio Campana, el hijo del alcalde, de “Rosenda”, es el mismo Micaelo de “Honor. . .”, y Rosenda, es Lila, además de ser ésta la Pancha Pérez de la novela. En esa misma línea, no es para nada descabellado pensar que Hernández Acosta no dejó de tener en mente el boceto del propio personaje Carnavá cuando escribió el cuento “Un prisionero”, sobre todo, en los episodios finales.
Los cuentos de Hernández Acosta debieron haber sido inspirados en la tradición del realismo social en la literatura dominicana de la década de los ’30, en el cual, por supuesto, se destaca la temática de línea costumbrista. El escritor demostró profesar un amor y apego profundos a Neiba, su patria chica. Pareciera que no le llegó a preocupar en lo mínimo que se le llegase a etiquetar de escritor provinciano por ello. En ese mismo sentido, no significa que por haber cultivado la literatura en su variante regionalista en su país se les trate como escritura marginal algunos textos de Mark Twain, Henry James, William Faulkner, y demás, en la literatura regional de los EE. UU., como tampoco en esa misma medida deban subestimarse las descripciones de la vida de Wessex, del escritor y poeta trágico británico Thomas Hardy.
Hernández Acosta escoge a Neiba y lugares cercanos como escena ideal para sus narraciones, bien que los tintes poéticos entretejidos en éstas a veces las puedan distanciar un tanto de aquel nivel de lengua llano y directo que se espera de la estética realista. Su tierra fue el escenario escogido donde se debatirán dolorosamente sus conflictos de carácter espiritual.
Ahora bien, el escritor no podría haber evitado verse cara a cara consigo mismo en cuentos --pensamos-- con fuertes tintes autobiográficos, si comparamos la dolorosa experiencia humana retratada en ellos y algunos acontecimientos que pasaron en la vida del autor, en “Este muerto. . .”, “Mi amigo Pedro”, “Rosenda” y “Biografía . . .”. Del autor neibero dice el reconocido poeta Lupo Hernández Rueda, en una nota explicativa que escribiera a Tierra blanca: “Ángel Hernández Acosta, sabe presentar sus propias experiencias con hermoso lenguaje, donde nos narra acontecimientos en los cuales él mismo ha sido actor” (Ibíd., p. 3). En verdad, es de sabios observar a salvo las reglas de juego en un régimen represivo, ¿pero a qué precio? El espíritu le pediría cuentas al escritor sumiéndolo en el sufrimiento: “El dolor nos acecha en cada esquina de la vida”, sostiene el narrador, desde la perspectiva de la filosofía existencial en el cuento “Nube negra”, de la obra arriba señalada. “(. . .) Un instante de sonrisa”, continúa, “no es más que una ironía de la real y honda tristeza en que vive el hombre por el solo hecho de haber venido al mundo como fruto, tal vez, de un absurdo imperdonable” (Ibíd., p. 29) [. . . .], “un dolor callado como los grandes dolores” (Ibíd., p. 25). Juan La Flor, el personaje principal, “venía callado como los grandes dolores”, prosigue repitiendo el narrador, “surco abierto para todas las muertes”, el cual “realizaba el más triste de todos los regresos [. . .] por el camino de la honda soledad del corazón” (Ibíd., p. 26).
Empero, urge que el artista se rebele para reafirmar su libertad individual, aunque sea en su interior, contra parejo estado de cosas, como lo hizo el poeta Franklin Mieses Burgos, en su poema escénico El héroe (1960), y como también se propuso hacerlo, con todo, Hernández Acosta en sus primeras obras. La República Dominicana en tiempos de Trujillo fue un pueblo muerto, en términos espirituales, embrutecido por el miedo y el terror. Nada rompe la monotonía de rumiar aquella soledad, dolor y silencio, sin tener ni siquiera el más mínimo derecho al murmullo, en un tiempo en que las paredes ciertamente oían, a menos que no sea a través del arte como confesionario. Aquél le brinda al escritor y poeta consuelo en la justicia poética que busca. De cierto, se respira ese aire de libertad yugulada en los cuentos de Hernández Acosta.
Hernández Acosta estuvo consciente de los límites dentro de los cuales podía escribir en la siniestra época que le tocó vivir, tan consciente, que pone como epígrafe a su cuento “La sombra homicida”: “(. . .) Yo os ruego no ir más lejos de donde puedan llevaros las palabras” (Cuadernos. . ., op. cit.). “(. . .) Somos tan limitados y finitos. . .”, afirma el narrador del personaje principal Ernesto. “Por eso [él] no podía saber que aquella mañana, en que iba a partir con sus equipajes y sus aspiraciones saludaría por última vez la amada [la patria antes de 1930]; no podía saber que más tarde recibiría la noticia fatal de una trágica despedida sin regreso” (Ibíd.), en la misma medida en que nuestro país, antes del ascenso del tirano al poder, nos reclama la antigua República Dominicana romántica y liberal a través de Ernesto, ya en su lecho de muerte: “El moribundo abrió los ojos lentamente”, afirma el narrador, “y los volvió a cerrar por última vez diciendo estas palabras: “ ‘¡La sombra de María! . . . ¡La sombra! . . .’ ” (op. cit.).
La narrativa en tiempos de la dictadura era las más de las veces literatura de evasión. Forman parte de aquella literatura tradicional propia de los regímenes totalitarios. Predomina en ella el sentimentalismo. Ese tipo de narrativa se desenvolvía en una atmósfera de fantasía, como puro reflejo de aquella fantasía en que el tirano mantuvo a los dominicanos, fruto del miedo y del terror, por más de 30 años.
Creemos que el escritor neibero llegó más lejos en sus experiencias dolorosas en épocas de la tiranía, al punto de llegar al auto flagelo. Se castigó a sí mismo en su dolor, lo que hará posible que lleve un lunar en su espíritu por el resto de sus días, el mismo lunar que combate Pedro Rosales y el incidente sobre el espejo en el cuento “Este muerto. . .”, si entendemos por lunar, en su sentido figurado, el haber hecho algo censurable: “A veces como que vivimos las cosas de tanto recrearlas en la mente”, cuenta el narrador del personaje Don Chacho Milá (Tierra blanca, p. 21). Un espíritu como el de Hernández Acosta --se espera-- tenía que rebelarse contra las presiones de la época en que vivió. Este cuento es revelador del miedo sicológico en un artista que vive bajo un régimen represivo, un caso, desde luego, que no fue único en el escritor que nos ocupa. Fue exactamente también el de los intelectuales liberales que fundaron el movimiento el ermetismo, durante el régimen fascista de Mussolini en Italia, los cuales terminaron imponiéndose autocensura en esa época nefasta de la historia italiana moderna. Igual suerte corrió el grupo de intelectuales de la Poesía Sorprendida y el de la Generación del ’48 en la literatura dominicana, a la que perteneció el propio intelectual neibero. De modo que estamos por creer que “Este muerto. . .” es un cuento de aspecto autobiográfico para ser leído en retrospectiva, a partir de lo expresado más arriba por Hernández Rueda: “(. . .) ¡Ahora en que estás solo, solo contigo mismo y con tu imagen que se acerca y se aleja en las insondables distancias del espejo! (. . .)”, dice el narrador del lunar que le reclama a Pedro Rosales (Hoy, p. 3). “Parece que me estoy volviendo loco, no hay duda, loco”, afirma este personaje, “y una prueba de ello es que esta imagen que se ve en el fondo de este espejo, se mueve, se mueve como el picaflor, como ese pájaro de nervios que de tanto trajinar, está y no está donde está” (Ibíd.).
Nada más lejos del autor en la creación de “Este muerto. . .”, a partir de la visión lacaniana del espejo, del alborozo que siente el niño al observar su propia imagen en él. En rigor, hay que ver el espejo en este cuento como una representación visual de la realidad, de aquella realidad que vivió el escritor, y como un objeto que remite a otro objeto. Vista la intensidad de su sufrimiento, por haber vivido en un contexto histórico muy específico y concreto como el de una dictadura, al escritor sólo le falta por rasgar y penetrar hasta el fondo de la superficie acuosa de su espejo con tal de encontrar la clave a su lunar, y de éste, a la tragedia espiritual que constituyó su vida. En esta misma dirección, canta Borges en su poema “El espejo”: “. . . Yo temo ahora que el espejo encierre / El verdadero rostro de mi alma / Lastimada de sombras y de culpas / El que Dios ve y acaso ven los hombres” (Jorge Luis Borges: Obras completas, p. 193).
Hernández Acosta en sus conflictos internos apuesta a descubrirse a sí mismo, digamos, en la cara del muerto que pudo haber sido su caso, de haber enfrentado directamente el denominado orden establecido en ese entonces. Agustín, el hermano mellizo de Pedro Rosales, sicológicamente hablando, es la misma persona, o sea, el dominicano que sí resistió con las armas aquel régimen de fuerza, personificado éste, en el caso específico del autor, por el “largo y fino hilo”, es decir, por la navaja, que siente en la mejilla como “un frío de abismos”, a decir del narrador (“Este muerto. . .”, Hoy, p. 3); de ahí la muerte física de su hermano, y de ahí, a la inversa -- diríamos nosotros --, la del autor, en términos morales y espirituales, por la posición estrictamente conservadora que mantuvo a lo largo de la dictadura, y más tarde, en el gobierno de los Doce Años de Balaguer.
De todos los cuentos escritos por Hernández Acosta, nos parece que donde mejor demostró tener habilidades narrativas es en el cuento anteriormente tratado. Se echa de ver en tamaño texto la complejidad y plasticidad del tema en él desarrollado. Estamos frente a un artista de la palabra que recrea experiencias autobiográficas cruciales en su vida con objetividad. Saltan a la vista el cuidado y el énfasis que pone en el desarrollo de las ideas envueltas; asimismo, su hincapié en la gracia, la belleza y proporción de cada detalle. El Hernández Acosta de ese cuento resulta ser un escritor con una mayor conciencia de su oficio; igual, el honor que hace a la tradición de la literatura clásica, y dentro de ella, a los escritores de habla hispana. Sale a relucir esta vez el concepto literario lo real maravilloso carpenteriano, en narraciones donde se cuenta la historia de metamorfosis y transformaciones de personas y animales, así como de apariciones. De esta suerte, terminó siendo fiel --como lo ha hecho con la reconstrucción de varias otras creencias y costumbres-- al folclor caribeño.
El flujo poético, no menos que el tono trágico, no deja de prevalecer de igual modo en los cuentos de Hernández Acosta. Jamás el escritor deja de ser aquel refinado poeta que también fue, cuando de cultivar otras formas literarias se trata. La poesía es su estampa. Apenas hay ese párrafo en las narraciones en que no sea tocado por la melodiosa vibración de su lírica. Versos sueltos como “Donde quizás haya un pedazo de luna hilvanando el delirio del maíz empinado” (Tierra blanca, p. 6), “Por oriente, la luna aparecía como una gran moneda frotada por las manos de Dios” (Ibíd., p. 64); “Los cactus dormían soñando angustias (. . .)” (Cocktail. . ., p. 10), “Mi corazón, pájaro de amor que siempre me cantó detrás del pecho (. . .)” (Ibíd., p. 17); “Ver las chispas abrirse como rosas en el aire (. . .)” (Otra vez . . ., p. 41), y “Un estrecho río de perfume entre dos montañas de caramelo sobre el pecho” (Ibíd., p. 54); en versos como los antes citados, indiscutiblemente que presenciamos a un poeta de fina estampa, romántico, en total dominio de su cielo, rabiosamente estrellado, de Neiba.
El agreste paisaje neibero cobra vida al fuego de la dicción poética de Hernández Acosta. Sin duda, no es poca cosa extraer poesía a un lugar de común asociado con la aridez y la miseria, es decir, con los cacti, las bayahondas y las guazábaras. Su condición de poeta distingue su narrativa, lo que indica que estamos frente a un joven escritor que busca construir su identidad como artista de la palabra. Es notable su interés en pintar con el mayor de los coloridos posibles el alma de Neiba. Creyó suya la responsabilidad de retratar la cultura de este pueblo en matices variados. Y ya que “En Neiba empieza la patria”, tal cual reza un lema, el autor hará el intento de esculpir con la palabra el valor cultural de su tierra.
Unos de los grandes méritos de Hernández Acosta como escritor, además de ganar el Premio Nacional de Novela 1988, por su relato Carnavá, no es menos en intentar crear – sin habérselo quizás propuesto –una nueva voz en la literatura dominicana, construyendo desde su soledad, su dolor y su silencio una poesía de gran sensibilidad, ahí donde se esperaba el registro de lengua llano y directo del realismo, cuanto por desafiar el tono poco riguroso que se presume del regionalismo literario, al narrar escenas y episodios con la mayor seriedad que pudo.
El lector empieza a ver con otros ojos la peculiaridad del paisaje neibero en diversos colores a partir de la narrativa de Hernández Acosta. El escritor invita a descubrir el ritmo vibrante de la poesía que esconde; no obstante, lo pinta en un tono triste y sombrío desde fuera, a la distancia, en el grueso de sus cuentos; en Tierra blanca, en cambio, ese mismo paisaje lo trasladará a su interior de cuentista y de poeta, para terminar en una crisis existencial hasta el día de su muerte. En esta obra describe la muerte desde dentro; al parecer, forma parte de su estrato íntimo; en 1957, fecha de su publicación, ya la tiranía de Trujillo tenía su peso; es decir, había arreciado la represión, el terror y la muerte; no sucede así en gran medida en Cocktail . . ., mucho menos en Otra vez. . ., en donde la distancia que el cuentista mantiene del tono trágico de las escenas y episodios que suele recrear, es de consideración. Pasa de una posición netamente conservadora en las dos primeras obras a una un tanto militante en ésta. Apunta, si se quiere, a la toma de una acción política directa. Inclusive, la descripción de la muerte la hace en otra vena, no en la triste, trágica y sombría de Tierra blanca y Cocktail. . . .
Sin embargo, Otra vez la noche, publicada en el 1972, en otras palabras, en la época de los Doce Años de Balaguer, y un año antes del desembarco de Caamaño por playa Caracoles, en Azua, nos atrevemos a afirmar que es una extraña reconstrucción tardía, y quiérase o no, decadente, sobre la vida del caciquismo en la República Dominicana; y más si la remontamos siete años atrás, o sea, al período de la guerra de abril de 1965; a no ser que el cuentista pretenda rumiar en esta obra una posición ideológica ya caduca, la de sentir nostalgia por la presencia del Hombre Fuerte, enterrado ya –esperamos-- en la historia dominicana. El personaje principal, Brígida Milpasos, no es sino una versión local moderna del personaje principal de Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, y de la por igual andrógina protagonista de La cacica (1944) de Rafael Damirón. Más aún: Hernández Acosta insiste en el tema de las revoluciones en “Este muerto. . .”, publicado de forma suelta a finales de la década de los ’80, junto a “Honor. . .” y “Un prisionero”, los tres, también de contenido trágico. Lo propio pasa con Carnavá, a menos que, tal como sostiene Mateo en el prólogo de esta obra, lo haya hecho para “sublimizar un vacío” en torno a Lucas Evangelista Sena – a – Carnavá, único héroe trágico real y cantor de versos en nuestra literatura, lo mismo que por el valor que encierra ese personaje para la historia de la cultura dominicana. Tan profunda y compleja fue la crisis existencial del cuentista que aún persiste en sus últimas narraciones.
Por último, con Hernández Acosta emerge una nueva voz en la variante regional de la literatura dominicana. Intentó crear un nuevo patrón literario en esa zona sin que se sienta la dificultad en trillar caminos nuevos. Vienen a la mente los primeros escritores latinoamericanos cuando empezaron a describir la realidad de sus países, acostumbrados a retratarla con acento de la península ibérica. Con respecto a su posición ante la dictadura, el escritor neibero entendió a tiempo sus límites al escribir bajo un régimen totalitario que cercenó la libertad a su país. Exploró en sus textos narrativos el alcance y el concepto de esa libertad, pero prefirió guardar silencio, al igual que lo hizo la mayor parte de los intelectuales de ese entonces; sin embargo, en él devino culpa. Optó mejor por consumirse, también, en la soledad y el dolor. Sus críticas al sistema en el orden político, social y moral no las expresó sino de refilón. Además, vale concluir diciendo que, aparte del mérito logrado por el escritor y poeta neibero, por aquel relato, le cabe el honor de haber escrito, con no poca seriedad, dentro de la estética del regionalismo literario, así como de haber traducido su crisis existencial en versos de depurada belleza y gran sensibilidad.
Santo Domingo,
Santo Domingo,
16 - 24 / 10 / 07.
Referencias Bibliográficas
Bosch, Juan. La Mañosa. Santo Domingo: Alfa y Omega, 1980. (1936).
Damirón Rafael. La cacica. Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983. (1944).
Emecé Editores, eds. Jorge Luis Borges: Obras completas. Vol. III.
Brasil: Emecé Editores, 1994.
Fernández, Félix, ed. Clima de eternidad: Franklin Mieses Burgos: Obras
completas. Santo Domingo: Impresora Amigo del Hogar, 1986.
Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara. México: Editorial Porrúa, S. A., 1995.
(1929).
Hernández Acosta, Ángel. Cocktail de escenas. Ciudad Trujillo: Imprenta
“Arte y Cine”, 1948.
-------------------------------. Tierra blanca. Ciudad Trujillo: Imprenta
“Librería Dominicana”, 1957.
-------------------------------. Otra vez la noche. Santo Domingo: Impresora
Arte y Cine, C. por A., 1972.
-------------------------------. Carnavá. Santo Domingo: Editora Taller, 1979.
-------------------------------. “La sombra homicida”; “Nube negra”.
Cuadernos dominicanos de cultura. ¿ ?
-------------------------------. “Este muerto no tiene credenciales”; “Honor,
mujer y gallos”; “Un prisionero”. Hoy 4 de abril 1987: 3-9.
martes, 1 de diciembre de 2009
EL FUTURO DE LA MEMORIA*
BASILIO BELLIARD
La memoria habla y habla en el discurso del recuerdo: adopta la forma de la nostalgia. En la literatura se transforma en método, en el supremo recurso de la ficción novelesca. Vladimir Nabokov inquiere, interroga, invoca e incluso “agarra por el cuello” a la memoria y la hace hablar. De ahí que titule sus memorias: Habla, memoria. Octavio Paz dice que la memoria es en la modernidad lo que fue la inspiración para la antigüedad. Si hay una historia, cuyo fundamento es el pasado, también puede haber una memoria del futuro. O del porvenir, como en Elena Garro, en su maravillosa novela Los recuerdos del porvenir.
La memoria como género literario ha sido llevada, en muchas ocasiones, a la categoría de libro clásico: Memorias de ultratumba de Chateaubriand. Y en la época actual: Neruda en Confieso que he vivido y Para nacer he nacido; Robert Graves en Adiós a todo esto; El oficio de vivir de Cesare Pavese; las Antimemorias de André Malraux; Si la semilla no muere de André Gide; La arboleda perdida de Rafael Alberti; Permiso para vivir de Bryce Echenique; Vivir para contarla del Gabo; El pez en el agua de Vargas Llosa y Vida perdida de Ernesto Cardenal, para ser más frescos los ejemplos. Como se ve, hay en las memorias todo un arte de la titulación.
La memoria es una suerte de narración de carácter autobiográfico basada en el recuerdo. En ella participa como protagonista no sólo la vida de su autor, sino también, las vidas de los demás, los cuales han contribuido a moldear su vida, la que ha crecido paralela a su sombra. La memoria se distancia de la autobiografía en que, en la primera, caben todos los recuerdos, las cavilaciones, los sucesos, los hechos y los acontecimientos de la vida privada y de los demás; en cambio, en la segunda, sólo se describe la vida de modo un tanto cronológica. La autobiografía funciona del pasado al presente, del nacimiento a la muerte; la memoria, en cambio, mantiene su accionar en el sentido en que funciona la memoria. Es decir, de modo no estrictamente cronológico, pues su fluir es como el aire o el viento: libre, sin dirección fija, en ondas expansivas, como el humo, en círculos concéntricos.
El auge de la memoria como género literario se remonta al siglo XIX, pero se inicia en el siglo XVIII. En España tuvo su desarrollo con Azorín, la Generación del 98, Pío Baroja, entre otros. La memoria guarda una estrecha vinculación con la autobiografía, las confesiones, los diarios, la biografía y la crónica. Aunque la memoria puede leerse como novela, no así son una y la misma cosa –aún cuando hay memoria novelada y novela autobiográfica. Memoria y autobiografía son conceptos similares pero no iguales. No hay una memoria sino varias; de ahí que se hable en plural: las memorias. Narración retrospectiva, inventario de vida, balance vital, vuelo, buceo imaginario, elucubración de la nostalgia, melancolía, la memoria es el testamento de una vida apasionada, de una gran vida, interesante, trascendente, decisiva para una generación, época y momentum histórico.
En el prefacio a su memoria, Los grandes cementerios bajo la luna, George Bernanos, el eminente novelista católico francés, dice una frase que me parece emblemática: “Si la tarea que emprendo ahora fuera de mi gusto, es probable que me faltara el ánimo para proseguirla, puesto que no creería en ella. Sólo creo en lo que me cuesta. No he hecho nada pasable, en este mundo, que no me haya parecido, al principio, inútil, inútil hasta el ridículo, inútil para producirme asco. En mi corazón tengo un demonio que se llama: ¿para qué?”
En ocasiones, el novelista mezcla su historia personal con la biografía de sus personajes. La realidad, que alimenta la literatura, puede convertirse en territorio, en pasto que germine la memoria. La obra de Borges está atravesada y alimentada por su memoria, que se robusteció y clarificó con su ceguera. “Funes, el memorioso”, es acaso, la extensión de su arte narrativo y la personificación del poder de la memoria. O más bien: un elogio a la memoria y la gran metáfora que caracteriza su poética narrativa. Es pues la apología de su propio yo narrador. De ahí que no es la imaginación quien narra sino la memoria, una suerte de memoria narrativa que bucea y navega en el azar del pasado, aún cuando la historia resida en el futuro (Julio Verne, Isaac Asimov, Elena Garro, G. H. Wells).
El narrador miente adrede cuando “literaturiza”, por así decirlo, una historia personal o externa a su experiencia. Miente el memorialista y el autobiógrafo; en ambas actúan las preferencias de lo contado, en un ejercicio de ocultamiento y revelación. Por eso lo leído en una autobiografía o en una memoria, muchas veces participa de una farsa que se queda en el tintero de la autocensura. La memoria actúa como ética del escritor y también como poética, donde postula su versión de un pasado real. El narrador usa la memoria y también la inventa. “Toda memoria fermenta en la medida en que envejece”, ha dicho Marcio Veloz Maggiolo, en su espléndido La memoria fermentada. Ensayos bioliterarios, donde se convierte en un auténtico arqueólogo de la memoria del pasado.
La memoria es una crítica al olvido y una crítica de sí misma, en tanto que el olvido es su mecanismo de defensa. Cuando la memoria fermenta germina en olvido, lo fecunda: espiral de la memoria y el olvido. “La meta es el olvido/ yo he llegado antes”, dice Borges. La memoria florece para no morir: guarda una íntima relación con el sueño. Mi madre decía “yo recordé”, en lugar de decir, yo desperté. En ese sentido, Borges decía que esta frase es una maravilla, con lo cual le hacía un elogio a mi madre. Quien no tiene conciencia de la memoria tampoco la tiene del olvido y de la muerte. Tenemos conciencia de la muerte porque tenemos razón y conciencia del tiempo y de la duración. Por eso los animales son más felices que los hombres, pues no tienen conciencia de la muerte porque no la tienen del tiempo. El hombre sabe que es un ser para la muerte, mas los animales no. Y eso nos atormenta. Perder la memoria es igual que perder la razón. El loco pierde más la memoria que la razón. Memoria y razón: dos caras de la conciencia humana. Tener memoria de lo perdido, del pasado, nos hace infelices y nostálgicos, melancólicos y atormentados. Olvidar es perdonar. Quien no olvida aún no ha perdonado. Abel perdonó a Caín cuando olvidó la cicatriz que éste le dejó en su frente como huella del primer crimen de la humanidad cristiana y del mundo. Este episodio Borges lo recrea magistralmente.
El olvido atenúa la conciencia. Cuando escuchamos canciones del pasado, no sólo recordamos eventos de nuestra vida, sino los de nuestro entorno. Y sólo tendemos a recordar lo que nos favorece porque la memoria es selectiva: está vinculada al deseo. Sólo memorizamos lo que deseamos. Memoria y deseo: caras del recuerdo. La memoria también tiene un contexto donde se alimenta, crece, germina, fermenta y muere, pero vive al transferirse a los demás. En Africa, cuando muere un anciano, se dice que muere una biblioteca. La memoria también puede ser ígnea, terrestre, cósmica: vive en las paredes y en las piedras, en los monumentos y en los libros.
La memoria nutre el pensamiento, airea las ideas, le presta alas a la imaginación. Vive en habitaciones contiguas a la conciencia. El novelista utiliza la memoria como técnica, pero también la inventa, transformándose en un hacedor de memorias, en un artesano del recuerdo. Todo novelista es un arqueólogo de la memoria y todo historiador, un arqueólogo del pasado. Proust, al buscar el tiempo perdido, encontró su eternidad, muriendo con la última frase y recobrando el tiempo, a través de la técnica que él mismo creó: la “memoria involuntaria”.
“Cualquier pasado fue mejor”, dice Jorge Manrique, en su célebre Copla. Sin embargo, hay que decir que todo tiempo pasado es un tiempo perdido porque ya pasó. El mejor de los tiempos es el presente porque corresponde a la vida.
*Tomado de la Revista Agulha Divulga
domingo, 15 de marzo de 2009
OTRA VERSIÓN DEL PARAÍSO
FERNANDO UREÑA RIB
Las condiciones atmosféricas en el Jardín de Edén eran ideales. Según entendidos iraquíes, conocedores del microclima formado entre el Tigris y el Eúfrates, la temperatura oscilaría entre los 23 y los 26 grados Celsius. Esto permitía que la pareja edénica transitara libre y desnuda por los amplios jardines y subjardines del complejo.
Sin embargo, la pareja no siempre andaba junta. Adán prefería solazarse en la Planicie Africana, con su extraordinaria fauna, sus montículos desérticos y sus bazares al aire libre; mientras que Eva tenía un gusto casi adictivo por el Jardín Japonés con sus ensenadas y lagos rodeados por árboles en miniatura. Debo aclarar que en esos tiempos elementales, los ángeles guardianes se ocupaban celosamente de la jardinería y de la irrigación, aunque luego se aprobaron concesiones y subcontratos con compañías bien establecidas de Kioto y de Fujiyama.
Pero lo que te quería comentar es que cuando Eva se hastiaba de las orquídeas e ikebanas, se adentraba en un laberinto casi selvático, en una reserva forestal que bien podría recordarnos al Amazonas o a las pronunciadas y tupidas pendientes del alto Orinoco. Pasaba ella días y hasta años enteros internada en la selva. Como sabrás, el tiempo no importaba entonces. Al contrario, los reencuentros entre Adán y Eva, aunque esporádicos eran muy intensos. Se reunían cerca de las Tullerías, un canal artificial circundado de árboles frondosos que hay en París, o en el Central Park, que es una amplia área verde a la que acuden los jóvenes newyorkinos dispuestos a correr y a ejercitarse.
Haz de saber que los lugares de reencuentro los elegía siempre Eva, porque así aprovechaba para irse de compras por las Galerías de Laffayette o por las tiendas sofisticadas de la Quinta Avenida, o para adentrarse en las tiendas de joyas y diamantes que todavía existen en el Fashion District. El gran problema ocurrió un día, cuando ella empezó a descender por la avenida Broadway hasta el bajo Manhattan y el público empezó a aglomerarse al verla caminar desnuda y plena de sensualidad con apenas un pequeñísimo abrigo de mink cubriendo sus espaldas.
Era una mañana despejada de septiembre y Nueva York ostentaba esa temperatura fresca y dulce que a veces nos regala. Pero la cantidad de gente que se aproximó a Eva era tal, que ella no tuvo más remedio que correr desesperadamente y ocultarse en unas torres paralelas que se levantaban hasta el cielo en el distrito financiero. Por supuesto, la escena era observada celosamente desde la estratosfera, por los ángeles guardianes. Pero la visibilidad era tan perfecta, que la vieron huir claramente un par de pilotos iraquíes, de aeronaves comerciales, que circundaban la zona y quienes se distrajeron terriblemente en la ofuscación del momento y chocaron de pronto y de manera fulminante contra las altísimas torres gemelas. Desde ese día, todos hemos perdido el paraíso.
Las condiciones atmosféricas en el Jardín de Edén eran ideales. Según entendidos iraquíes, conocedores del microclima formado entre el Tigris y el Eúfrates, la temperatura oscilaría entre los 23 y los 26 grados Celsius. Esto permitía que la pareja edénica transitara libre y desnuda por los amplios jardines y subjardines del complejo.
Sin embargo, la pareja no siempre andaba junta. Adán prefería solazarse en la Planicie Africana, con su extraordinaria fauna, sus montículos desérticos y sus bazares al aire libre; mientras que Eva tenía un gusto casi adictivo por el Jardín Japonés con sus ensenadas y lagos rodeados por árboles en miniatura. Debo aclarar que en esos tiempos elementales, los ángeles guardianes se ocupaban celosamente de la jardinería y de la irrigación, aunque luego se aprobaron concesiones y subcontratos con compañías bien establecidas de Kioto y de Fujiyama.
Pero lo que te quería comentar es que cuando Eva se hastiaba de las orquídeas e ikebanas, se adentraba en un laberinto casi selvático, en una reserva forestal que bien podría recordarnos al Amazonas o a las pronunciadas y tupidas pendientes del alto Orinoco. Pasaba ella días y hasta años enteros internada en la selva. Como sabrás, el tiempo no importaba entonces. Al contrario, los reencuentros entre Adán y Eva, aunque esporádicos eran muy intensos. Se reunían cerca de las Tullerías, un canal artificial circundado de árboles frondosos que hay en París, o en el Central Park, que es una amplia área verde a la que acuden los jóvenes newyorkinos dispuestos a correr y a ejercitarse.
Haz de saber que los lugares de reencuentro los elegía siempre Eva, porque así aprovechaba para irse de compras por las Galerías de Laffayette o por las tiendas sofisticadas de la Quinta Avenida, o para adentrarse en las tiendas de joyas y diamantes que todavía existen en el Fashion District. El gran problema ocurrió un día, cuando ella empezó a descender por la avenida Broadway hasta el bajo Manhattan y el público empezó a aglomerarse al verla caminar desnuda y plena de sensualidad con apenas un pequeñísimo abrigo de mink cubriendo sus espaldas.
Era una mañana despejada de septiembre y Nueva York ostentaba esa temperatura fresca y dulce que a veces nos regala. Pero la cantidad de gente que se aproximó a Eva era tal, que ella no tuvo más remedio que correr desesperadamente y ocultarse en unas torres paralelas que se levantaban hasta el cielo en el distrito financiero. Por supuesto, la escena era observada celosamente desde la estratosfera, por los ángeles guardianes. Pero la visibilidad era tan perfecta, que la vieron huir claramente un par de pilotos iraquíes, de aeronaves comerciales, que circundaban la zona y quienes se distrajeron terriblemente en la ofuscación del momento y chocaron de pronto y de manera fulminante contra las altísimas torres gemelas. Desde ese día, todos hemos perdido el paraíso.
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FERNANDO UREÑA RIB,
OTRA VERSIÓN DEL PARAÍSO
miércoles, 14 de enero de 2009
Los huéspedes del Paraíso, de Fernando Valerio-Holguín
Manuel García-Cartagena
Puesta en circulación del lunes 12 de enero de 2009
¿Qué tenemos que decirle al mundo los escritores dominicanos acerca del Paraíso? ¿Sabemos acaso algo nosotros, los habitantes de esta tierra, acerca del Paraíso? Ante todo, recordemos que Pedro Antonio Valdez ya había jugado con los sentidos que adquiere el significante “paraíso” en el imaginario de las comunidades de inmigrantes dominicanos en Nueva York en su obra de teatro Paradise, ganadora de una mención de honor en el premio de dramaturgia de Casa de Teatro de 1997. En ese texto antecedente quedó demostrado que, según el punto de vista desde donde se mire, el “paraíso” puede estar “aquí” o “allá”, y esa precisamente es la razón por la cual casi siempre serán fallidos los cálculos que busquen resolver esa ecuación imaginaria que consiste en determinar de qué lado se encuentra el “camino que tiene un corazón”, como decía el Don Juan de Carlos Castaneda, es decir, esa vía que debería conducirnos irremediablemente al paraíso, a la felicidad completa.
En su novela Los huéspedes del Paraíso, Fernando Valerio-Holguín imagina al Paraíso bajo la forma de un hotel a partir de un cuadro de Edward Hopper: “un viejo edificio victoriano contra un cielo muy gris, en medio de la estepa baldía”.
Es el mismo narrador en tercera persona del primer capítulo de la novela quien nos ofrece las pistas que nos ayudarán a ubicarnos en ese territorio radicalmente desubicado que es el Hotel Paraíso, una construcción cuyo ático: “demasiado cerca del cielo, se levanta sobre un amplio pórtico, sostenido por columnas dóricas, que también mira hacia el sur, porque el sol hiere el costado izquierdo al atardecer.”
Conviene señalar la originalidad de la manera en que Valerio-Holguín trabaja la imbricación de las secuencias descriptivas con las partes narrativas de su novela. De hecho, esta misma referencia al cuadro de Edward Hopper en el párrafo inicial del texto nos coloca en plena ecfrasis, un recurso retórico de transcodificación semiótica al que Valerio-Holguín le viene prestando mucha atención desde hace algunos años.
El empleo de la ecfrasis le permite a Valerio-Holguín poner en palabras lo que originalmente aparece bajo la forma de un cuadro, una escultura, una película o una fotografía. Está de más decir que no se trata en su caso de una simple búsqueda de producir un efecto de realismo ni de nada parecido, sino más bien de todo lo contrario: en Los huéspedes del Paraíso la descripción opera como un mecanismo de deslizamiento de lo personal hacia el plano de la ficción. Un excelente ejemplo de esto último lo constituye la secuencia 12 de la segunda parte, de la cual cito el siguiente fragmento, en el cual, el narrador en primera persona se encuentra hojeando un álbum de fotografías:
«“Ese soy yo” a los 26 años en un inconsolable aeropuerto de adioses, recién becado, recién casado, con un futuro incierto, sin un centavo en los bolsillos, con una madre por morir y una hija por nacer —y lo terrible es que en ese momento no lo sabía—, prematuramente calvo, prematuramente triste, con una maleta barata y una caja de libros, rumbo al exilio en el Paraíso, las promesas mal cumplidas, la traición y el abandono, llámame en cuanto llegues, escríbeme, la muerte del que se va, porque marcharse es morir un poco, la muerte del que se queda, porque quedarse es también morir un poco. ¡Por cuántos caminos me habrá llevado la desesperanza, la duda!»
A primera vista, lo que dice el narrador en el fragmento citado podría pasar como la transcripción de los recuerdos que se van suscitando en su mente a medida que contempla cada uno de los fotogramas. Ese es, por lo menos, el efecto de lectura que producen las comillas que encierran la expresión “Ese soy yo” que el autor emplea de manera reiterativa en cada uno de los párrafos de esa secuencia. No obstante, conviene no perder de vista que en cada uno de esos párrafos, y en muchos otros pasajes de la novela, los recuerdos e impresiones del autor aparecen textualizados en un esquema de tipo descriptivo, otorgándole a la lectura un funcionamiento discontinuo que acentúa aun más el carácter fragmentario de la masa textual.
De ese modo, puede decirse que la descripción propicia la inscripción de la subjetividad personal del autor en el centro del relato contado en Los huéspedes del Paraíso, tanto desde en lo relativo al punto de vista que asume el narrador como, en muchos casos, en lo que se refiere al trasiego de los datos tomados de su propia autobiografía. Por esa razón, sus lectores harían bien en considerar con cuidado la serie de procedimientos descriptivos que el autor va poniendo en marcha a lo largo de las 192 páginas de su novela, ya que prácticamente no hay en ésta una sola instancia descriptiva que no esté acompañada de lo que a todas luces me parece posible señalar como uno de los rasgos más característicos del estilo de Valerio-Holguín, esto es, la ironía.
Son muchos, realmente, los planos de Los huéspedes del Paraíso que están diseñados para suscitar efectos de ironía. Por ejemplo, en un pasaje del principio de la novela relativo al primer propietario del edificio del hotel Paraíso, el propio narrador infiere que:
«Es un hotel solitario, que ajeno a la estepa infinita, no parece preguntarle nada a nadie. De seguro que el primer dueño habrá sido algún viejo misántropo que mandó a construir aquella mansión sin vecinos para que nadie lo molestara.»
Acto seguido, la lectura pasa sorpresivamente y sin transición a la siguiente afirmación categórica puesta en boca de un vagabundo:
«Un viejo solitario que vivía con sus esclavos y sus perros, comentó una vez un vagabundo que pasaba, porque lo vio azuzándoles los perros a sus esclavos; después de lo cual rió a mandíbulas batientes para celebrar la gracia”.
Así, por la vía de la ironía, vemos a Valerio-Holguín proceder contrariamente a la manera en que los escritores realistas construyen sus textos a partir de su saber enciclopédico, esto es, a partir de la serie de conocimientos y referencias que poseen acerca del mundo extraliterario. En consecuencia, podría decirse que el relato de Los huéspedes del Paraíso se construye deliberadamente a partir de lo que el narrador no sabe, lo cual determina ese avance acelerado al territorio mismo de la ficción que experimenta el lector a medida que penetra en el mundo del Hotel Paraíso. Sin lugar a dudas, esto constituye uno de los mejores aciertos de la novela y uno de los soportes que patrocinan su inscripción en el relativamente escaso número de relatos dominicanos que, en nuestra época, se desentienden del trujillismo de salón, de la invención de la historia patria sin orificios de salida, del degradante calco de escenas de la cotidiana vulgaridad y de otros temas que, acaparados por la nueva moda mercadológica, buscan reducir la literatura a la triste condición de un efecto placebo.
En efecto, hay algo en la manera en que el narrador de Los huéspedes del Paraíso va uniendo suposiciones con retazos de referencias a objetos, personajes y situaciones claves en el entramado lógico de la novela que me recuerda lo que Northrop Frye decía acerca de la ironía en su ya clásico Anatomy of Criticism:
«El novelista irónico [...] se menosprecia a sí mismo y, al igual que Sócrates, pretende no saber nada, ni siquiera que es irónico. Una objetividad total y la supresión de todo juicio moral son esenciales a su método. Así, la compasión y el temor son cuestiones que no se suscitan en el arte irónico: el lector las infiere a partir del arte 1».
De hecho, es porque el narrador de Los huéspedes del Paraíso procede tal y como lo señala Frye, para quien: “el ironista fabula sin moralizar y no tiene más objeto que su tema”, por lo que los distintos efectos irónicos que se suscitan en la lectura pueden ser considerados a justo título como efectos de lectura, y no como elementos programáticos constitutivos del proyecto de escritura de Valerio-Holguín.
Desde este punto de vista, la ironía implícita en la manera en que el narrador presenta al personaje principal de la novela puede ser comprendida como un acto de puesta en ridículo de su propia condición de personaje literario:
«“Y como toda historia tiene un comienzo, el de ésta consiste en la llegada al Paraíso de un hombre de algunos cuarenta años [...]. Tenía el pelo extremadamente encanecido, se diría que casi blanco, para su edad. Sin proponérselo, su pelo compartía el gris plomizo de la mansión y su cielo. Era clásico en el vestir: zapatos negros, pantalones de salir, camisa mangas largas y flus (sic) abierto a los lados. No llevaba corbata sino una bufanda de seda en el cuello, de las que suelen llevar los cantantes de ópera para protegerse la voz. [...] Este hombre, a quien nadie conocía hasta entonces, por supuesto, en el Paraíso, podía haber sido un profesor, un poeta, un maniático sexual o un loco, pero de ninguna manera un hombre corriente.” »
Para completar el cuadro de la construcción de la escena de ficción irónica sobre la cual se construye el relato de Los huéspedes del Paraíso, este personaje cuya preeminencia se instala convenientemente en el centro de la narración a partir del desdoblamiento de la voz del narrador en el segundo capítulo, a partir del cual éste asume la primera persona del singular como base enunciativa, con lo cual, la lectura queda definitivamente contaminada por el virus del no saber del narrador, al pasar al plano puramente subjetivo de ese Yo narrativo que no tiene empacho en declarar, en el principio del segundo capítulo:
«Como tantos huéspedes, yo también llegué un día al Paraíso para no salir nunca más. El paraíso tiene un lobby de muebles estilo Luis XV en el que algunos huéspedes conversan en voz baja, casi inaudible. Me he quedado de pie, abrigo en mano, contemplando las escaleras vacías a través del espejo. Y no he intentado escapar o gritar. Me he quedado en silencio pensando en Désirée, a quien no conozco pero alguna vez presentí, no sé si en la vigilia o en el sueño. Me he quedado en silencio; me he quedado en sosiego, frente al espejo, pensando, sintiendo.»
Es con este Yo narrativo que se abre campo a través de su propio desconocimiento del universo del hotel Paraíso que la novela encuentra, simultánea y definitivamente, su corriente y su cauce. La corriente a la que me refiero es la de un relato en el que el lirismo parece por momentos confinar a la narración al plano de la elegancia, pero sin abandonar nunca la escritura irónica a la que me he referido desde el principio de estas páginas. El cauce más arriba mencionado no es otro que el de la imposibilidad en que se encuentra el Yo narrativo de apartarse ni siquiera un instante de su propia historia, a pesar de que es a través de ese mismo Yo que la lectura se va internando en los detalles de las historias de los demás personajes.
Sin embargo, con este cambio de persona gramatical, es decir, con la puesta en marcha de un Yo narrador que no sabe lo que le sucede, aparece también una implicación crucial en el funcionamiento global del modelo narrativo de Los huéspedes del Paraíso. Me refiero al hecho de que, a diferencia de la mayoría de los relatos en primera persona en los que el narrador es testigo o actor de los acontecimientos que cuenta, en la novela de Valerio-Holguín el narrador aparece como la víctima inmediata de la mayoría de las situaciones en las que aparece involucrado, algo así como si el autor quisiera decirnos: «Miren, la historia no es solo lo que les pasa a los demás: esta es mi verdadera historia, porque esto que aquí cuento me pasó a mí y solo yo podría contarlo de esta manera.»
Es precisamente en ese punto en donde la ficción contada en Los huéspedes del Paraíso se encuentra con su modelo arquetípico, el cual no es otro que el de la novela de claves, o roman-à-clef.
En efecto, más acá o más allá del trabajo constante y sistemático de la ironía que despliega el narrador de Los huéspedes del Paraíso, una lectura atenta de ciertos pasajes de esta novela permitiría observar la manera en que una línea de escritura autobiográfica se va dibujando en y a través de la historia contada a partir de ese primer pasaje del primer capítulo que leí hace un momento, donde se describe al personaje con cuya llegada al hotel se da inicio a la historia. Respecto a esto último, la función principal de la ironía sería la de distraer o desviar la lectura, alejándola de la posibilidad de captar en primer plano la serie de marcas o huellas de la subjetividad del autor implícitas en su escritura.
En efecto, considerada desde el punto de vista estrictamente textual, la novela Los huéspedes del Paraíso sorprende por su compleja elegancia formal, en la que lo fragmentario elude a toda costa su propia condición de retazo arrancado a un utópico e innecesario modelo mayor y en la que los contrastes, como en las sinfonías de Tchaikovsky, operan como fórmulas para exorcizar el miedo. Sin embargo, tengo para mí que una de las mejores maneras de no comprender nada de lo que Fernando Valerio-Holguín se propuso realizar en esta novela es precisamente intentar considerarla “desde el punto de vista estrictamente textual”.
Afirmo esto último desde mi más profunda convicción de que, en Los huéspedes del Paraíso, Fernando Valerio-Holguín ha llevado la prosa narrativa escrita en la República Dominicana a un plano elegíaco pocas veces alcanzado por nuestros escritores, y lo ha hecho recurriendo precisamente a lo que, hasta hace algunos años era considerado como poco menos que un efecto secundario e indeseable de las novelas del “boom”, y más particularmente, de los relatos y novelas de Julio Cortázar. No solamente el personaje principal de la novela de Valerio-Holguín se hace llamar “profesor Olivera”, como el héroe de Rayuela, sino que el tono mismo en que se narran los acontecimientos nos recuerda el universo entre surrealista y nostálgico de la Rayuela del maestro argentino. Sin embargo, más importante que todas estas ocurrencias intertextuales, lo que aparece a todas luces como el punto de encuentro entre Los huéspedes del Paraíso y la escritura cortazariana es la manera en que lo personal opera en la prosa de Valerio-Holguín como un mecanismo de retroalimentación constante de la ficción.
Creo haber señalado anteriormente el papel que desempeña la descripción en este proceso de mestizaje de las instancias personales del autor con el plano de la ficción contada en su novela. Para concluir, quisiera ahora comentar brevemente el sentido que adquiere la noción de “paraíso” en este texto de Fernando Valerio-Holguín.
Desde el punto de vista filosófico, el problema fundamental al que se enfrenta Valerio-Holguín en su novela no es otro que el de la fragilidad de la condición humana en su búsqueda constante de la felicidad. La situación particular en que se encuentra el personaje narrador es comparable a la de un prisionero, pues al hotel Paraíso cualquiera puede entrar, pero nadie puede salir. Por tal razón, una vez allí dentro, todos los huéspedes deben esforzarse por encontrar una explicación para su presencia en aquel lugar. En el caso de Olivera, el pretexto que este se inventa es su amor por Désirée, personaje múltiple y esquizoide a quien intuye más de lo que conoce, una especie de mezcla de mujer fatal y de musa inspiradora que se convierte en su obsesión desde mucho antes de su primer encuentro con ella.
Recordemos, por lo demás que el mismo narrador declara haber partido a los 26 años «rumbo al exilio en el Paraíso»: la metáfora de ese viaje al Paraíso es tanto más elocuente cuanto que, en el plano de la ficción, los problemas que enfrenta el narrador son los mismos que enfrentan todas aquellas personas que, por alguna razón, han llegado a sumar alguna vez varios años de ausencia fuera de sus lugares de origen: la soledad, el ostracismo, la incomunicación, y lo que es peor, la imposibilidad de amar.
La soledad, esa sombra del alma que duplica a la que producen los cuerpos que entran en contacto con la luz, es el precio que deben pagar los huéspedes por haber entrado un día en el Paraíso. No es casual que el texto de Los huéspedes del Paraíso se encuentre atravesado de principio a fin por una serie de referencias a la soledad personal a las que ninguna lectura podría eludir sin declararse nula, automáticamente y por la misma vía.
En la versión del Paraíso que nos ofrece Fernando Valerio-Holguín hay una extraña mezcla de atracción y de repulsión. Esta ambivalencia contagia a todos los personajes del texto y forma parte, por así decirlo, de la lógica interna que determina el esquema de causalidad que nuestro escritor trabaja en su novela.
Todos aquellos quienes, por alguna razón, hayan tenido que permanecer fuera de su país de origen durante más del tiempo que originalmente habían pensado quedarse, encontrarán en la lectura de Los huéspedes del Paraíso una reflexión sostenida acerca de ese fenómeno que los psicólogos llaman el extrañamiento, es decir, ese lento proceso de implosión a través del cual el Yo se ve paulatinamente convertido en Otro, y en el que el pasado se actualiza constantemente hasta el punto de que el presente, es decir, el conjunto de circunstancias que determinan la situación en que se encuentra el Yo, se contamina con los recuerdos de un “antes” en ruptura constante con ese largo “después” que constituye la nueva situación del Yo, y éste termina convertido en un ser “limbificado”, es decir, habitante de un limbo desprovisto de soportes sensibles que lo sujeten a la realidad. De ese nuevo tipo de “paraíso”, tan artificial como los que evocaba Charles Baudelaire en su famoso ensayo, nos habla Fernando Valerio-Holguín en esta novela.
Muchas gracias.
Santo Domingo
11 de enero de 2009
Puesta en circulación del lunes 12 de enero de 2009
¿Qué tenemos que decirle al mundo los escritores dominicanos acerca del Paraíso? ¿Sabemos acaso algo nosotros, los habitantes de esta tierra, acerca del Paraíso? Ante todo, recordemos que Pedro Antonio Valdez ya había jugado con los sentidos que adquiere el significante “paraíso” en el imaginario de las comunidades de inmigrantes dominicanos en Nueva York en su obra de teatro Paradise, ganadora de una mención de honor en el premio de dramaturgia de Casa de Teatro de 1997. En ese texto antecedente quedó demostrado que, según el punto de vista desde donde se mire, el “paraíso” puede estar “aquí” o “allá”, y esa precisamente es la razón por la cual casi siempre serán fallidos los cálculos que busquen resolver esa ecuación imaginaria que consiste en determinar de qué lado se encuentra el “camino que tiene un corazón”, como decía el Don Juan de Carlos Castaneda, es decir, esa vía que debería conducirnos irremediablemente al paraíso, a la felicidad completa.
En su novela Los huéspedes del Paraíso, Fernando Valerio-Holguín imagina al Paraíso bajo la forma de un hotel a partir de un cuadro de Edward Hopper: “un viejo edificio victoriano contra un cielo muy gris, en medio de la estepa baldía”.
Es el mismo narrador en tercera persona del primer capítulo de la novela quien nos ofrece las pistas que nos ayudarán a ubicarnos en ese territorio radicalmente desubicado que es el Hotel Paraíso, una construcción cuyo ático: “demasiado cerca del cielo, se levanta sobre un amplio pórtico, sostenido por columnas dóricas, que también mira hacia el sur, porque el sol hiere el costado izquierdo al atardecer.”
Conviene señalar la originalidad de la manera en que Valerio-Holguín trabaja la imbricación de las secuencias descriptivas con las partes narrativas de su novela. De hecho, esta misma referencia al cuadro de Edward Hopper en el párrafo inicial del texto nos coloca en plena ecfrasis, un recurso retórico de transcodificación semiótica al que Valerio-Holguín le viene prestando mucha atención desde hace algunos años.
El empleo de la ecfrasis le permite a Valerio-Holguín poner en palabras lo que originalmente aparece bajo la forma de un cuadro, una escultura, una película o una fotografía. Está de más decir que no se trata en su caso de una simple búsqueda de producir un efecto de realismo ni de nada parecido, sino más bien de todo lo contrario: en Los huéspedes del Paraíso la descripción opera como un mecanismo de deslizamiento de lo personal hacia el plano de la ficción. Un excelente ejemplo de esto último lo constituye la secuencia 12 de la segunda parte, de la cual cito el siguiente fragmento, en el cual, el narrador en primera persona se encuentra hojeando un álbum de fotografías:
«“Ese soy yo” a los 26 años en un inconsolable aeropuerto de adioses, recién becado, recién casado, con un futuro incierto, sin un centavo en los bolsillos, con una madre por morir y una hija por nacer —y lo terrible es que en ese momento no lo sabía—, prematuramente calvo, prematuramente triste, con una maleta barata y una caja de libros, rumbo al exilio en el Paraíso, las promesas mal cumplidas, la traición y el abandono, llámame en cuanto llegues, escríbeme, la muerte del que se va, porque marcharse es morir un poco, la muerte del que se queda, porque quedarse es también morir un poco. ¡Por cuántos caminos me habrá llevado la desesperanza, la duda!»
A primera vista, lo que dice el narrador en el fragmento citado podría pasar como la transcripción de los recuerdos que se van suscitando en su mente a medida que contempla cada uno de los fotogramas. Ese es, por lo menos, el efecto de lectura que producen las comillas que encierran la expresión “Ese soy yo” que el autor emplea de manera reiterativa en cada uno de los párrafos de esa secuencia. No obstante, conviene no perder de vista que en cada uno de esos párrafos, y en muchos otros pasajes de la novela, los recuerdos e impresiones del autor aparecen textualizados en un esquema de tipo descriptivo, otorgándole a la lectura un funcionamiento discontinuo que acentúa aun más el carácter fragmentario de la masa textual.
De ese modo, puede decirse que la descripción propicia la inscripción de la subjetividad personal del autor en el centro del relato contado en Los huéspedes del Paraíso, tanto desde en lo relativo al punto de vista que asume el narrador como, en muchos casos, en lo que se refiere al trasiego de los datos tomados de su propia autobiografía. Por esa razón, sus lectores harían bien en considerar con cuidado la serie de procedimientos descriptivos que el autor va poniendo en marcha a lo largo de las 192 páginas de su novela, ya que prácticamente no hay en ésta una sola instancia descriptiva que no esté acompañada de lo que a todas luces me parece posible señalar como uno de los rasgos más característicos del estilo de Valerio-Holguín, esto es, la ironía.
Son muchos, realmente, los planos de Los huéspedes del Paraíso que están diseñados para suscitar efectos de ironía. Por ejemplo, en un pasaje del principio de la novela relativo al primer propietario del edificio del hotel Paraíso, el propio narrador infiere que:
«Es un hotel solitario, que ajeno a la estepa infinita, no parece preguntarle nada a nadie. De seguro que el primer dueño habrá sido algún viejo misántropo que mandó a construir aquella mansión sin vecinos para que nadie lo molestara.»
Acto seguido, la lectura pasa sorpresivamente y sin transición a la siguiente afirmación categórica puesta en boca de un vagabundo:
«Un viejo solitario que vivía con sus esclavos y sus perros, comentó una vez un vagabundo que pasaba, porque lo vio azuzándoles los perros a sus esclavos; después de lo cual rió a mandíbulas batientes para celebrar la gracia”.
Así, por la vía de la ironía, vemos a Valerio-Holguín proceder contrariamente a la manera en que los escritores realistas construyen sus textos a partir de su saber enciclopédico, esto es, a partir de la serie de conocimientos y referencias que poseen acerca del mundo extraliterario. En consecuencia, podría decirse que el relato de Los huéspedes del Paraíso se construye deliberadamente a partir de lo que el narrador no sabe, lo cual determina ese avance acelerado al territorio mismo de la ficción que experimenta el lector a medida que penetra en el mundo del Hotel Paraíso. Sin lugar a dudas, esto constituye uno de los mejores aciertos de la novela y uno de los soportes que patrocinan su inscripción en el relativamente escaso número de relatos dominicanos que, en nuestra época, se desentienden del trujillismo de salón, de la invención de la historia patria sin orificios de salida, del degradante calco de escenas de la cotidiana vulgaridad y de otros temas que, acaparados por la nueva moda mercadológica, buscan reducir la literatura a la triste condición de un efecto placebo.
En efecto, hay algo en la manera en que el narrador de Los huéspedes del Paraíso va uniendo suposiciones con retazos de referencias a objetos, personajes y situaciones claves en el entramado lógico de la novela que me recuerda lo que Northrop Frye decía acerca de la ironía en su ya clásico Anatomy of Criticism:
«El novelista irónico [...] se menosprecia a sí mismo y, al igual que Sócrates, pretende no saber nada, ni siquiera que es irónico. Una objetividad total y la supresión de todo juicio moral son esenciales a su método. Así, la compasión y el temor son cuestiones que no se suscitan en el arte irónico: el lector las infiere a partir del arte 1».
De hecho, es porque el narrador de Los huéspedes del Paraíso procede tal y como lo señala Frye, para quien: “el ironista fabula sin moralizar y no tiene más objeto que su tema”, por lo que los distintos efectos irónicos que se suscitan en la lectura pueden ser considerados a justo título como efectos de lectura, y no como elementos programáticos constitutivos del proyecto de escritura de Valerio-Holguín.
Desde este punto de vista, la ironía implícita en la manera en que el narrador presenta al personaje principal de la novela puede ser comprendida como un acto de puesta en ridículo de su propia condición de personaje literario:
«“Y como toda historia tiene un comienzo, el de ésta consiste en la llegada al Paraíso de un hombre de algunos cuarenta años [...]. Tenía el pelo extremadamente encanecido, se diría que casi blanco, para su edad. Sin proponérselo, su pelo compartía el gris plomizo de la mansión y su cielo. Era clásico en el vestir: zapatos negros, pantalones de salir, camisa mangas largas y flus (sic) abierto a los lados. No llevaba corbata sino una bufanda de seda en el cuello, de las que suelen llevar los cantantes de ópera para protegerse la voz. [...] Este hombre, a quien nadie conocía hasta entonces, por supuesto, en el Paraíso, podía haber sido un profesor, un poeta, un maniático sexual o un loco, pero de ninguna manera un hombre corriente.” »
Para completar el cuadro de la construcción de la escena de ficción irónica sobre la cual se construye el relato de Los huéspedes del Paraíso, este personaje cuya preeminencia se instala convenientemente en el centro de la narración a partir del desdoblamiento de la voz del narrador en el segundo capítulo, a partir del cual éste asume la primera persona del singular como base enunciativa, con lo cual, la lectura queda definitivamente contaminada por el virus del no saber del narrador, al pasar al plano puramente subjetivo de ese Yo narrativo que no tiene empacho en declarar, en el principio del segundo capítulo:
«Como tantos huéspedes, yo también llegué un día al Paraíso para no salir nunca más. El paraíso tiene un lobby de muebles estilo Luis XV en el que algunos huéspedes conversan en voz baja, casi inaudible. Me he quedado de pie, abrigo en mano, contemplando las escaleras vacías a través del espejo. Y no he intentado escapar o gritar. Me he quedado en silencio pensando en Désirée, a quien no conozco pero alguna vez presentí, no sé si en la vigilia o en el sueño. Me he quedado en silencio; me he quedado en sosiego, frente al espejo, pensando, sintiendo.»
Es con este Yo narrativo que se abre campo a través de su propio desconocimiento del universo del hotel Paraíso que la novela encuentra, simultánea y definitivamente, su corriente y su cauce. La corriente a la que me refiero es la de un relato en el que el lirismo parece por momentos confinar a la narración al plano de la elegancia, pero sin abandonar nunca la escritura irónica a la que me he referido desde el principio de estas páginas. El cauce más arriba mencionado no es otro que el de la imposibilidad en que se encuentra el Yo narrativo de apartarse ni siquiera un instante de su propia historia, a pesar de que es a través de ese mismo Yo que la lectura se va internando en los detalles de las historias de los demás personajes.
Sin embargo, con este cambio de persona gramatical, es decir, con la puesta en marcha de un Yo narrador que no sabe lo que le sucede, aparece también una implicación crucial en el funcionamiento global del modelo narrativo de Los huéspedes del Paraíso. Me refiero al hecho de que, a diferencia de la mayoría de los relatos en primera persona en los que el narrador es testigo o actor de los acontecimientos que cuenta, en la novela de Valerio-Holguín el narrador aparece como la víctima inmediata de la mayoría de las situaciones en las que aparece involucrado, algo así como si el autor quisiera decirnos: «Miren, la historia no es solo lo que les pasa a los demás: esta es mi verdadera historia, porque esto que aquí cuento me pasó a mí y solo yo podría contarlo de esta manera.»
Es precisamente en ese punto en donde la ficción contada en Los huéspedes del Paraíso se encuentra con su modelo arquetípico, el cual no es otro que el de la novela de claves, o roman-à-clef.
En efecto, más acá o más allá del trabajo constante y sistemático de la ironía que despliega el narrador de Los huéspedes del Paraíso, una lectura atenta de ciertos pasajes de esta novela permitiría observar la manera en que una línea de escritura autobiográfica se va dibujando en y a través de la historia contada a partir de ese primer pasaje del primer capítulo que leí hace un momento, donde se describe al personaje con cuya llegada al hotel se da inicio a la historia. Respecto a esto último, la función principal de la ironía sería la de distraer o desviar la lectura, alejándola de la posibilidad de captar en primer plano la serie de marcas o huellas de la subjetividad del autor implícitas en su escritura.
En efecto, considerada desde el punto de vista estrictamente textual, la novela Los huéspedes del Paraíso sorprende por su compleja elegancia formal, en la que lo fragmentario elude a toda costa su propia condición de retazo arrancado a un utópico e innecesario modelo mayor y en la que los contrastes, como en las sinfonías de Tchaikovsky, operan como fórmulas para exorcizar el miedo. Sin embargo, tengo para mí que una de las mejores maneras de no comprender nada de lo que Fernando Valerio-Holguín se propuso realizar en esta novela es precisamente intentar considerarla “desde el punto de vista estrictamente textual”.
Afirmo esto último desde mi más profunda convicción de que, en Los huéspedes del Paraíso, Fernando Valerio-Holguín ha llevado la prosa narrativa escrita en la República Dominicana a un plano elegíaco pocas veces alcanzado por nuestros escritores, y lo ha hecho recurriendo precisamente a lo que, hasta hace algunos años era considerado como poco menos que un efecto secundario e indeseable de las novelas del “boom”, y más particularmente, de los relatos y novelas de Julio Cortázar. No solamente el personaje principal de la novela de Valerio-Holguín se hace llamar “profesor Olivera”, como el héroe de Rayuela, sino que el tono mismo en que se narran los acontecimientos nos recuerda el universo entre surrealista y nostálgico de la Rayuela del maestro argentino. Sin embargo, más importante que todas estas ocurrencias intertextuales, lo que aparece a todas luces como el punto de encuentro entre Los huéspedes del Paraíso y la escritura cortazariana es la manera en que lo personal opera en la prosa de Valerio-Holguín como un mecanismo de retroalimentación constante de la ficción.
Creo haber señalado anteriormente el papel que desempeña la descripción en este proceso de mestizaje de las instancias personales del autor con el plano de la ficción contada en su novela. Para concluir, quisiera ahora comentar brevemente el sentido que adquiere la noción de “paraíso” en este texto de Fernando Valerio-Holguín.
Desde el punto de vista filosófico, el problema fundamental al que se enfrenta Valerio-Holguín en su novela no es otro que el de la fragilidad de la condición humana en su búsqueda constante de la felicidad. La situación particular en que se encuentra el personaje narrador es comparable a la de un prisionero, pues al hotel Paraíso cualquiera puede entrar, pero nadie puede salir. Por tal razón, una vez allí dentro, todos los huéspedes deben esforzarse por encontrar una explicación para su presencia en aquel lugar. En el caso de Olivera, el pretexto que este se inventa es su amor por Désirée, personaje múltiple y esquizoide a quien intuye más de lo que conoce, una especie de mezcla de mujer fatal y de musa inspiradora que se convierte en su obsesión desde mucho antes de su primer encuentro con ella.
Recordemos, por lo demás que el mismo narrador declara haber partido a los 26 años «rumbo al exilio en el Paraíso»: la metáfora de ese viaje al Paraíso es tanto más elocuente cuanto que, en el plano de la ficción, los problemas que enfrenta el narrador son los mismos que enfrentan todas aquellas personas que, por alguna razón, han llegado a sumar alguna vez varios años de ausencia fuera de sus lugares de origen: la soledad, el ostracismo, la incomunicación, y lo que es peor, la imposibilidad de amar.
La soledad, esa sombra del alma que duplica a la que producen los cuerpos que entran en contacto con la luz, es el precio que deben pagar los huéspedes por haber entrado un día en el Paraíso. No es casual que el texto de Los huéspedes del Paraíso se encuentre atravesado de principio a fin por una serie de referencias a la soledad personal a las que ninguna lectura podría eludir sin declararse nula, automáticamente y por la misma vía.
En la versión del Paraíso que nos ofrece Fernando Valerio-Holguín hay una extraña mezcla de atracción y de repulsión. Esta ambivalencia contagia a todos los personajes del texto y forma parte, por así decirlo, de la lógica interna que determina el esquema de causalidad que nuestro escritor trabaja en su novela.
Todos aquellos quienes, por alguna razón, hayan tenido que permanecer fuera de su país de origen durante más del tiempo que originalmente habían pensado quedarse, encontrarán en la lectura de Los huéspedes del Paraíso una reflexión sostenida acerca de ese fenómeno que los psicólogos llaman el extrañamiento, es decir, ese lento proceso de implosión a través del cual el Yo se ve paulatinamente convertido en Otro, y en el que el pasado se actualiza constantemente hasta el punto de que el presente, es decir, el conjunto de circunstancias que determinan la situación en que se encuentra el Yo, se contamina con los recuerdos de un “antes” en ruptura constante con ese largo “después” que constituye la nueva situación del Yo, y éste termina convertido en un ser “limbificado”, es decir, habitante de un limbo desprovisto de soportes sensibles que lo sujeten a la realidad. De ese nuevo tipo de “paraíso”, tan artificial como los que evocaba Charles Baudelaire en su famoso ensayo, nos habla Fernando Valerio-Holguín en esta novela.
Muchas gracias.
Santo Domingo
11 de enero de 2009
Etiquetas:
de Fernando Valerio-Holguín,
Los huéspedes del Paraíso
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