miércoles, 14 de enero de 2009

Los huéspedes del Paraíso, de Fernando Valerio-Holguín

Manuel García-Cartagena


Puesta en circulación del lunes 12 de enero de 2009


¿Qué tenemos que decirle al mundo los escritores dominicanos acerca del Paraíso? ¿Sabemos acaso algo nosotros, los habitantes de esta tierra, acerca del Paraíso? Ante todo, recordemos que Pedro Antonio Valdez ya había jugado con los sentidos que adquiere el significante “paraíso” en el imaginario de las comunidades de inmigrantes dominicanos en Nueva York en su obra de teatro Paradise, ganadora de una mención de honor en el premio de dramaturgia de Casa de Teatro de 1997. En ese texto antecedente quedó demostrado que, según el punto de vista desde donde se mire, el “paraíso” puede estar “aquí” o “allá”, y esa precisamente es la razón por la cual casi siempre serán fallidos los cálculos que busquen resolver esa ecuación imaginaria que consiste en determinar de qué lado se encuentra el “camino que tiene un corazón”, como decía el Don Juan de Carlos Castaneda, es decir, esa vía que debería conducirnos irremediablemente al paraíso, a la felicidad completa.

En su novela Los huéspedes del Paraíso, Fernando Valerio-Holguín imagina al Paraíso bajo la forma de un hotel a partir de un cuadro de Edward Hopper: “un viejo edificio victoriano contra un cielo muy gris, en medio de la estepa baldía”.

Es el mismo narrador en tercera persona del primer capítulo de la novela quien nos ofrece las pistas que nos ayudarán a ubicarnos en ese territorio radicalmente desubicado que es el Hotel Paraíso, una construcción cuyo ático: “demasiado cerca del cielo, se levanta sobre un amplio pórtico, sostenido por columnas dóricas, que también mira hacia el sur, porque el sol hiere el costado izquierdo al atardecer.”

Conviene señalar la originalidad de la manera en que Valerio-Holguín trabaja la imbricación de las secuencias descriptivas con las partes narrativas de su novela. De hecho, esta misma referencia al cuadro de Edward Hopper en el párrafo inicial del texto nos coloca en plena ecfrasis, un recurso retórico de transcodificación semiótica al que Valerio-Holguín le viene prestando mucha atención desde hace algunos años.

El empleo de la ecfrasis le permite a Valerio-Holguín poner en palabras lo que originalmente aparece bajo la forma de un cuadro, una escultura, una película o una fotografía. Está de más decir que no se trata en su caso de una simple búsqueda de producir un efecto de realismo ni de nada parecido, sino más bien de todo lo contrario: en Los huéspedes del Paraíso la descripción opera como un mecanismo de deslizamiento de lo personal hacia el plano de la ficción. Un excelente ejemplo de esto último lo constituye la secuencia 12 de la segunda parte, de la cual cito el siguiente fragmento, en el cual, el narrador en primera persona se encuentra hojeando un álbum de fotografías:

«“Ese soy yo” a los 26 años en un inconsolable aeropuerto de adioses, recién becado, recién casado, con un futuro incierto, sin un centavo en los bolsillos, con una madre por morir y una hija por nacer —y lo terrible es que en ese momento no lo sabía—, prematuramente calvo, prematuramente triste, con una maleta barata y una caja de libros, rumbo al exilio en el Paraíso, las promesas mal cumplidas, la traición y el abandono, llámame en cuanto llegues, escríbeme, la muerte del que se va, porque marcharse es morir un poco, la muerte del que se queda, porque quedarse es también morir un poco. ¡Por cuántos caminos me habrá llevado la desesperanza, la duda!»

A primera vista, lo que dice el narrador en el fragmento citado podría pasar como la transcripción de los recuerdos que se van suscitando en su mente a medida que contempla cada uno de los fotogramas. Ese es, por lo menos, el efecto de lectura que producen las comillas que encierran la expresión “Ese soy yo” que el autor emplea de manera reiterativa en cada uno de los párrafos de esa secuencia. No obstante, conviene no perder de vista que en cada uno de esos párrafos, y en muchos otros pasajes de la novela, los recuerdos e impresiones del autor aparecen textualizados en un esquema de tipo descriptivo, otorgándole a la lectura un funcionamiento discontinuo que acentúa aun más el carácter fragmentario de la masa textual.

De ese modo, puede decirse que la descripción propicia la inscripción de la subjetividad personal del autor en el centro del relato contado en Los huéspedes del Paraíso, tanto desde en lo relativo al punto de vista que asume el narrador como, en muchos casos, en lo que se refiere al trasiego de los datos tomados de su propia autobiografía. Por esa razón, sus lectores harían bien en considerar con cuidado la serie de procedimientos descriptivos que el autor va poniendo en marcha a lo largo de las 192 páginas de su novela, ya que prácticamente no hay en ésta una sola instancia descriptiva que no esté acompañada de lo que a todas luces me parece posible señalar como uno de los rasgos más característicos del estilo de Valerio-Holguín, esto es, la ironía.

Son muchos, realmente, los planos de Los huéspedes del Paraíso que están diseñados para suscitar efectos de ironía. Por ejemplo, en un pasaje del principio de la novela relativo al primer propietario del edificio del hotel Paraíso, el propio narrador infiere que:

«Es un hotel solitario, que ajeno a la estepa infinita, no parece preguntarle nada a nadie. De seguro que el primer dueño habrá sido algún viejo misántropo que mandó a construir aquella mansión sin vecinos para que nadie lo molestara.»

Acto seguido, la lectura pasa sorpresivamente y sin transición a la siguiente afirmación categórica puesta en boca de un vagabundo:

«Un viejo solitario que vivía con sus esclavos y sus perros, comentó una vez un vagabundo que pasaba, porque lo vio azuzándoles los perros a sus esclavos; después de lo cual rió a mandíbulas batientes para celebrar la gracia”.

Así, por la vía de la ironía, vemos a Valerio-Holguín proceder contrariamente a la manera en que los escritores realistas construyen sus textos a partir de su saber enciclopédico, esto es, a partir de la serie de conocimientos y referencias que poseen acerca del mundo extraliterario. En consecuencia, podría decirse que el relato de Los huéspedes del Paraíso se construye deliberadamente a partir de lo que el narrador no sabe, lo cual determina ese avance acelerado al territorio mismo de la ficción que experimenta el lector a medida que penetra en el mundo del Hotel Paraíso. Sin lugar a dudas, esto constituye uno de los mejores aciertos de la novela y uno de los soportes que patrocinan su inscripción en el relativamente escaso número de relatos dominicanos que, en nuestra época, se desentienden del trujillismo de salón, de la invención de la historia patria sin orificios de salida, del degradante calco de escenas de la cotidiana vulgaridad y de otros temas que, acaparados por la nueva moda mercadológica, buscan reducir la literatura a la triste condición de un efecto placebo.

En efecto, hay algo en la manera en que el narrador de Los huéspedes del Paraíso va uniendo suposiciones con retazos de referencias a objetos, personajes y situaciones claves en el entramado lógico de la novela que me recuerda lo que Northrop Frye decía acerca de la ironía en su ya clásico Anatomy of Criticism:

«El novelista irónico [...] se menosprecia a sí mismo y, al igual que Sócrates, pretende no saber nada, ni siquiera que es irónico. Una objetividad total y la supresión de todo juicio moral son esenciales a su método. Así, la compasión y el temor son cuestiones que no se suscitan en el arte irónico: el lector las infiere a partir del arte 1».

De hecho, es porque el narrador de Los huéspedes del Paraíso procede tal y como lo señala Frye, para quien: “el ironista fabula sin moralizar y no tiene más objeto que su tema”, por lo que los distintos efectos irónicos que se suscitan en la lectura pueden ser considerados a justo título como efectos de lectura, y no como elementos programáticos constitutivos del proyecto de escritura de Valerio-Holguín.

Desde este punto de vista, la ironía implícita en la manera en que el narrador presenta al personaje principal de la novela puede ser comprendida como un acto de puesta en ridículo de su propia condición de personaje literario:

«“Y como toda historia tiene un comienzo, el de ésta consiste en la llegada al Paraíso de un hombre de algunos cuarenta años [...]. Tenía el pelo extremadamente encanecido, se diría que casi blanco, para su edad. Sin proponérselo, su pelo compartía el gris plomizo de la mansión y su cielo. Era clásico en el vestir: zapatos negros, pantalones de salir, camisa mangas largas y flus (sic) abierto a los lados. No llevaba corbata sino una bufanda de seda en el cuello, de las que suelen llevar los cantantes de ópera para protegerse la voz. [...] Este hombre, a quien nadie conocía hasta entonces, por supuesto, en el Paraíso, podía haber sido un profesor, un poeta, un maniático sexual o un loco, pero de ninguna manera un hombre corriente.” »

Para completar el cuadro de la construcción de la escena de ficción irónica sobre la cual se construye el relato de Los huéspedes del Paraíso, este personaje cuya preeminencia se instala convenientemente en el centro de la narración a partir del desdoblamiento de la voz del narrador en el segundo capítulo, a partir del cual éste asume la primera persona del singular como base enunciativa, con lo cual, la lectura queda definitivamente contaminada por el virus del no saber del narrador, al pasar al plano puramente subjetivo de ese Yo narrativo que no tiene empacho en declarar, en el principio del segundo capítulo:

«Como tantos huéspedes, yo también llegué un día al Paraíso para no salir nunca más. El paraíso tiene un lobby de muebles estilo Luis XV en el que algunos huéspedes conversan en voz baja, casi inaudible. Me he quedado de pie, abrigo en mano, contemplando las escaleras vacías a través del espejo. Y no he intentado escapar o gritar. Me he quedado en silencio pensando en Désirée, a quien no conozco pero alguna vez presentí, no sé si en la vigilia o en el sueño. Me he quedado en silencio; me he quedado en sosiego, frente al espejo, pensando, sintiendo.»


Es con este Yo narrativo que se abre campo a través de su propio desconocimiento del universo del hotel Paraíso que la novela encuentra, simultánea y definitivamente, su corriente y su cauce. La corriente a la que me refiero es la de un relato en el que el lirismo parece por momentos confinar a la narración al plano de la elegancia, pero sin abandonar nunca la escritura irónica a la que me he referido desde el principio de estas páginas. El cauce más arriba mencionado no es otro que el de la imposibilidad en que se encuentra el Yo narrativo de apartarse ni siquiera un instante de su propia historia, a pesar de que es a través de ese mismo Yo que la lectura se va internando en los detalles de las historias de los demás personajes.

Sin embargo, con este cambio de persona gramatical, es decir, con la puesta en marcha de un Yo narrador que no sabe lo que le sucede, aparece también una implicación crucial en el funcionamiento global del modelo narrativo de Los huéspedes del Paraíso. Me refiero al hecho de que, a diferencia de la mayoría de los relatos en primera persona en los que el narrador es testigo o actor de los acontecimientos que cuenta, en la novela de Valerio-Holguín el narrador aparece como la víctima inmediata de la mayoría de las situaciones en las que aparece involucrado, algo así como si el autor quisiera decirnos: «Miren, la historia no es solo lo que les pasa a los demás: esta es mi verdadera historia, porque esto que aquí cuento me pasó a mí y solo yo podría contarlo de esta manera.»

Es precisamente en ese punto en donde la ficción contada en Los huéspedes del Paraíso se encuentra con su modelo arquetípico, el cual no es otro que el de la novela de claves, o roman-à-clef.

En efecto, más acá o más allá del trabajo constante y sistemático de la ironía que despliega el narrador de Los huéspedes del Paraíso, una lectura atenta de ciertos pasajes de esta novela permitiría observar la manera en que una línea de escritura autobiográfica se va dibujando en y a través de la historia contada a partir de ese primer pasaje del primer capítulo que leí hace un momento, donde se describe al personaje con cuya llegada al hotel se da inicio a la historia. Respecto a esto último, la función principal de la ironía sería la de distraer o desviar la lectura, alejándola de la posibilidad de captar en primer plano la serie de marcas o huellas de la subjetividad del autor implícitas en su escritura.

En efecto, considerada desde el punto de vista estrictamente textual, la novela Los huéspedes del Paraíso sorprende por su compleja elegancia formal, en la que lo fragmentario elude a toda costa su propia condición de retazo arrancado a un utópico e innecesario modelo mayor y en la que los contrastes, como en las sinfonías de Tchaikovsky, operan como fórmulas para exorcizar el miedo. Sin embargo, tengo para mí que una de las mejores maneras de no comprender nada de lo que Fernando Valerio-Holguín se propuso realizar en esta novela es precisamente intentar considerarla “desde el punto de vista estrictamente textual”.

Afirmo esto último desde mi más profunda convicción de que, en Los huéspedes del Paraíso, Fernando Valerio-Holguín ha llevado la prosa narrativa escrita en la República Dominicana a un plano elegíaco pocas veces alcanzado por nuestros escritores, y lo ha hecho recurriendo precisamente a lo que, hasta hace algunos años era considerado como poco menos que un efecto secundario e indeseable de las novelas del “boom”, y más particularmente, de los relatos y novelas de Julio Cortázar. No solamente el personaje principal de la novela de Valerio-Holguín se hace llamar “profesor Olivera”, como el héroe de Rayuela, sino que el tono mismo en que se narran los acontecimientos nos recuerda el universo entre surrealista y nostálgico de la Rayuela del maestro argentino. Sin embargo, más importante que todas estas ocurrencias intertextuales, lo que aparece a todas luces como el punto de encuentro entre Los huéspedes del Paraíso y la escritura cortazariana es la manera en que lo personal opera en la prosa de Valerio-Holguín como un mecanismo de retroalimentación constante de la ficción.

Creo haber señalado anteriormente el papel que desempeña la descripción en este proceso de mestizaje de las instancias personales del autor con el plano de la ficción contada en su novela. Para concluir, quisiera ahora comentar brevemente el sentido que adquiere la noción de “paraíso” en este texto de Fernando Valerio-Holguín.

Desde el punto de vista filosófico, el problema fundamental al que se enfrenta Valerio-Holguín en su novela no es otro que el de la fragilidad de la condición humana en su búsqueda constante de la felicidad. La situación particular en que se encuentra el personaje narrador es comparable a la de un prisionero, pues al hotel Paraíso cualquiera puede entrar, pero nadie puede salir. Por tal razón, una vez allí dentro, todos los huéspedes deben esforzarse por encontrar una explicación para su presencia en aquel lugar. En el caso de Olivera, el pretexto que este se inventa es su amor por Désirée, personaje múltiple y esquizoide a quien intuye más de lo que conoce, una especie de mezcla de mujer fatal y de musa inspiradora que se convierte en su obsesión desde mucho antes de su primer encuentro con ella.

Recordemos, por lo demás que el mismo narrador declara haber partido a los 26 años «rumbo al exilio en el Paraíso»: la metáfora de ese viaje al Paraíso es tanto más elocuente cuanto que, en el plano de la ficción, los problemas que enfrenta el narrador son los mismos que enfrentan todas aquellas personas que, por alguna razón, han llegado a sumar alguna vez varios años de ausencia fuera de sus lugares de origen: la soledad, el ostracismo, la incomunicación, y lo que es peor, la imposibilidad de amar.

La soledad, esa sombra del alma que duplica a la que producen los cuerpos que entran en contacto con la luz, es el precio que deben pagar los huéspedes por haber entrado un día en el Paraíso. No es casual que el texto de Los huéspedes del Paraíso se encuentre atravesado de principio a fin por una serie de referencias a la soledad personal a las que ninguna lectura podría eludir sin declararse nula, automáticamente y por la misma vía.

En la versión del Paraíso que nos ofrece Fernando Valerio-Holguín hay una extraña mezcla de atracción y de repulsión. Esta ambivalencia contagia a todos los personajes del texto y forma parte, por así decirlo, de la lógica interna que determina el esquema de causalidad que nuestro escritor trabaja en su novela.

Todos aquellos quienes, por alguna razón, hayan tenido que permanecer fuera de su país de origen durante más del tiempo que originalmente habían pensado quedarse, encontrarán en la lectura de Los huéspedes del Paraíso una reflexión sostenida acerca de ese fenómeno que los psicólogos llaman el extrañamiento, es decir, ese lento proceso de implosión a través del cual el Yo se ve paulatinamente convertido en Otro, y en el que el pasado se actualiza constantemente hasta el punto de que el presente, es decir, el conjunto de circunstancias que determinan la situación en que se encuentra el Yo, se contamina con los recuerdos de un “antes” en ruptura constante con ese largo “después” que constituye la nueva situación del Yo, y éste termina convertido en un ser “limbificado”, es decir, habitante de un limbo desprovisto de soportes sensibles que lo sujeten a la realidad. De ese nuevo tipo de “paraíso”, tan artificial como los que evocaba Charles Baudelaire en su famoso ensayo, nos habla Fernando Valerio-Holguín en esta novela.

Muchas gracias.

Santo Domingo
11 de enero de 2009

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